Prólogo

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Cada noche, le pido a las estrellas en un deseo sigiloso, que me ayuden a borrar el recuerdo del día en que cambió mi vida. No sé con exactitud si fue mi vida, o si fui yo. Solo sé que yo morí y no volví a verme. A partir de ese instante, vivo una vida ajena a la que una vez tuve. En ocasiones, mientras me encuentro a mí misma divagando, me digo que esa vida es una fantasía y que nunca me perteneció. Que solo fantaseo con esa Annabeth que no soy. Pero que, día a día, lucha fervientemente para continuar viva dentro de mí.

Caigo de bruces contra el suelo, impactando con el mueble de la sala. Nada apacigua mi golpe, es directo y fuerte. Mi visión se transforma en una capa borrosa y mi labio inferior sabe a sangre. Me duele, no la herida, sino el corazón. La vida. Todo.

Veo a mi madre a través de las lágrimas. Sale por la puerta principal de la casa, descalza, trotando para intentar llegar hacia ella, hacia la causante de todo este tormento que aparenta ser eterno.

Son las tres de la mañana. O, al menos, esa hora era cuando escuché ruido en la planta baja.

Con miedo y precaución, recuerdo que abrí la puerta de mi habitación. Temía que estuvieran robando, o que mi madre estuviera bebiendo de nuevo. Pero no. Pronto descubrí que no era nada de eso.

Era peor.

Beatrice estaba intentando huir.

Digo, siempre escapaba en las noches e iba de fiesta, o a veces solamente se iba y regresaba a los pocos días. Pero esta vez intúia que era diferente.

Me detuve a la entrada de la sala, de pie, solo mirándola. Con un agujero en el corazón y temblando de cólera. Presencié como vestía un abrigo de piel y unos jeans ajustados, estaba deslizando unas maletas sobre la sala de estar en sigilo, a través de la oscuridad.

—¿Qué haces? —mi voz emergió, ronca, sin fuerzas.

No estaba segura si quería escuchar la respuesta. 

Ella ahogó un grito y volteó a verme.

—Annabeth —se llevó una mano al pecho, con pánico en su expresión—, casi me matas del susto.

—¿Qué son esas maletas? —me aproximé, alterada—. ¿Para dónde rayos vas?

Su semblante se revistió con arrogancia, y solo me ignoró. Continúo deslizando las maletas. Como si yo no estuviera.

—¡Joder, te estoy hablando! —exploté, halándola por un brazo.

No acostumbraba a decir malas palabras. No acostumbraba a gritar. No acostumbraba a alterarme. Pero en ese momento, me consumían y superaban los nervios.

—Me voy —espetó, zafando mi agarre, yo me congelé—. Esta no es la vida que quiero para mí, Annabeth. ¿Qué es esta vida que tengo? ¿Una madre obsesiva? ¿Un niño de seis años? Escucha, lo soporté por un tiempo. Pero Clint ya no está y no puedo hacerlo sola.

Clint era el padre de su hijo. Ellos habían intentado ser una familia, pero eso no resultó. Dos inmaduros jóvenes de dieciocho no podían mantener una familia o mantener el equilibro emocional para un bebé. Aunque pronto se separaron, cuidaron juntos durante seis años a su hijo, Adrien, hasta que Clint optó por irse en busca de una mejor economía en un puesto de trabajo en el exterior. Pero ya su interés no estaba en Bea, y eso ella lo notó.

—¿Y para dónde se supone que irás? —le cuestioné, sin asimilar lo que dice.

—La tía Lily me ofreció una oportunidad —explica, y se me distiende la mandíbula al saberlo. 

—La tía Lily odia a mamá y siempre le ha hecho la vida imposible —le recordé—. Beatrice. No puedes dejarme esta carga. Tengo dieciséis y estudio.

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