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Kaeya Alberich y Diluc Ragnvindr habían sido mejores amigos desde la niñez. La madre de Kaeya, una señora cuyo rostro parecía estar envuelto en una preocupación constante en cualquier momento del día, trabajaba como una de las sirvientas en la casa de los Ragnvindr; sus cuidados y consideración habían sido de inmediato apreciados por Crepus, el padre de Diluc. Ambos niños se habían convertido en una inseparable pareja de muchachos de siete años: si Kaeya se metía en un problema, Diluc estaría allí para consolarlo, en caso de que sea el pelirrojo quien haya hecho alguna travesura, el pequeño Alberich no tendría problema alguno para cubrirlo. Hermano por hermano y sangre por sangre: fueron esas las palabras bajo las cuales los dos chicos se juraron lealtad eterna, una promesa que no podía ser rota bajo ninguna circunstancia en su mundo infantil, una parte de sus vidas donde las preocupaciones mundanas y solemnes no custodiaban significado alguno.

—Kaeya —exclamó Diluc impaciente al final de las escaleras, su pelirrojo cabello, que se había estado dejando crecer, se encontraba desordenado debido al maratón hacia la casa que se había echado momentos atrás. El rojo de sus iris ardió con emoción al ver que su moreno amigo aún seguía de pie, en espera de la continuación de su aventura.

—Diluc Rangvindr —la ama de la casa lo llamó en cuanto notó lo revuelto de la crespa cabellera. Su benevolente rostro se sumió en una divertida mueca, a la vez que intentaba reprocharle al chico su descuidado comportamiento careciente de modales—. Vuelves a andar como un pavo —le riño, recogiendo todos los mechones sueltos para poder atarlos en una coleta. Diluc era comparado con un pavo cuando se portaba como se esperaba que lo haría un niño de ocho años: alocado sin ningún estribo de eduación a la hora de divertirse, pero, a pesar de eso, su padre solía relacionarlo con un pavo real debido a la belleza, prudencia y el amor propio que poseía el chico.

Kaeya bajó de inmediato a la sala al oír como la mujer comenzaba, según Diluc, a torturarlo. Se oyó como bajaba las escaleras con definida calma, un rasgo común en su personalidad; de los dos niños, el de la heterocromía era el más racional y atento. Un chico dócil cuyas escasas sonrisas siempre lograban generar dulces suspiros entre las señoras del hogar, quienes al igual que su madre, pensaban que aquel comportamiento no era usual en un niño de su edad. Más de una vez a Kaeya le fue dicho que su silueta recordaba a la de un búho: paciente y observador, con un parche tapando su ojo, dando a relucir su personaje desde un ángulo aún más místico de lo que ya era.

—Entiendo, déjame ya. Adelinda, por favor, puedo yo solo —las quejas provenientes de un Diluc que intentaba liberarse de los cuidados de quien se podría decir era su segunda madre, con notable constancia se le presentaban graciosas a Kaeya, no obstante, el niño nunca dejaba ver su entretenimiento bajó el tono de solidaridad que mantenía con el Rangvindr menor. La pobre Adelinda, sin haber conseguido su cometido, no tuvo más remedio que soltar al chico, viendo como éste se volvía a desordenar la coleta sin un atisbo de vergüenza en sus actos.

—Kaeya, cuidame a este animal. ¿Vale, cielo? —como de costumbre Adelinda no volvió a insistir en retenerlos, siguiendo su habitual filosofía de que los chicos se educaban mejor cuando se les daba permiso de aprender por sí mismos, todo eso con sus habituales exclusiones. Kaeya asintió con un leve movimiento y esperó a que Diluc le dijera que ya podían volver a salir; el pelirrojo chico era feliz siendo el líder de su pareja y, por parte de Kaeya, nunca hubo oposición alguna hacia esa costumbre que se había generado involuntariamente entre ellos.

Los leves conflictos de la adolescencia temprana no tuvieron mucho impacto en los dos jóvenes; se tenían el uno al otro para respaldar cualquiera de sus problemas, ayudarse en la escuela y sobrepasar todos los cambios que a uno le presenta esa etapa de constante cambio. El comienzo de los verdaderos problemas se desencadenó cuando, Kaeya, cumplió los catorce años, a pesar de eso, en su interior el joven Alberich sabía que el principio de todo lo que pasó tuvo inicio en el momento en que él fue dado a la luz, dos años antes de la muerte de su padre biológico. En su memoria siguen apareciendo con total precisión las imágenes, las palabras y acciones de aquel día: un miércoles por la mañana cuando el sol parecía haber sido extinguido bajo el manto de las grises nubes, los pájaros se encontraban en un mortal silencio y el viento que se colaba por la ventana helaba hasta erizar la piel. La tibia lluvia que había dado su inicio cerca del mediodía había obligado a los dos amigos a quedarse en casa aquella semana de vacaciones, un descanso merecido y esperado por los dos.

Decisiones pasadas / Kaeya + Albedo / KaebedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora