II

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La tarde de aquel viernes de septiembre era tan calurosa como se esperaba que fuese con respecto a los otros días; a pesar de ser alrededor de las nueve de la noche, la gente andaba en manga corta, sin un leve pensamiento de que podría hacer frío. De hecho, aquel tiempo era dado con rareza en Sacramento: la mañana y el día solían ser calurosos, sin embargo, la temperatura bajaba con suma brusquedad al llegar la tarde y la noche, por eso muchas personas se extrañaban de tal bochorno a estas horas, no obstante, no podían hacer nada para cambiarlo. El callejón en el que se situaba el bar, conocido entre los jóvenes que aún no habían llegado a los veintiún años, pero que estaban desesperados por divertirse, olvidarse de este mundo y huir de sus responsabilidades, no era muy notorio, lo que le beneficiaba. Se posicionaba en una calle llena de almacenes, en donde a los guardias poco les importaba lo que hiciera la gente con tal de que no molestaran, aparte, ver cómo los adolescentes se saltaban las normas impuestas, les permitía recordar su juventud y convencerse, por una vez más, de lo perdida que era la nueva generación. Otro punto a favor del ilegal bar era la corrupción, que, al fin y al cabo, no le había privado a Estados Unidos, mucho menos a la democrática California. Al igual que los vagabundos y los drogadictos que se instalaban en calles enteras, los jóvenes ‘’abusadores de sustancias’’ eran una ventaja para la economía, por lo que el fingido deseo y la falsas condolencias de ayudar a deshacerse de esos grupos era la bonita envoltura que cubría la avaricia humana y los crímenes realmente cometidos.

A Kaeya Alberich poco le importaba lo que los políticos decidían hacer y lo ilegal que eran sus acciones. Puede que su conciencia le haya reprimido sus actos las primeras veces que fue a beber allí, justo despues de haber obtenido su licencia de conducir a los dieciséis, no obstante, esa sensación de incomodidad huyó cuando Alberich descubrió los placeres de mantener conversaciones de las que ni él ni su oyente recordarían nada, ya que ambos estarían lo suficientemente borrachos para este tiempo, al igual que la reconciliadora idea de que nadíe de los del bar lo juzgaría, porque todos eran igual a él. Después de cierto tiempo, aquellas salidas en los fines de semana (según Kaeya el fin de semana comenzaba a las cinco de la tarde del viernes y acababa cuando volvías a pisar la entrada del instituto) se volvieron una costumbre entre Kaeya y Rosaria, de vez en cuando, unos cuantos amigos más se le unían. 

Kaeya aparcó el coche en el primer hueco que encontró y salió tras haber revisado dos veces si había cerrado la puerta, asegurándose de que no había dejado ningún bolso ni objeto en el auto que fuera visible. El gris Hyundai de los años 2000 no llamaba mucho la atención, esa era una de las razones por las que, a pesar de tener dinero para un auto de mejor calibre, a Kaeya le gustaba aquel carro. Metió las llaves en uno de los bolsillos de sus negros jeans rotos en las rodillas, del mismo color que la camisa que llevaba, al igual que todos, no se había molestado en traer ropa mas abrigadora. Al entrar en el bar, de inmediato notó a Rosaria sentada al lado de la barra, al lado de otro chico de claros cabellos.

La presencia de Kaeya se hacía notoria en cualquier sitio en donde apareciese: la clase, su casa, las incontables entrevistas en su trabajo y, en este momento, el bar. Su morena tez y trabajada figura, lo que no quería decir que era alguien musculoso, según los estándares de la moda actual tenía una cintura marcada y notoria, los hombros un poco más anchos que sus caderas, esto lo dejaban a recalcar los ajustados pantalones que solía llevar, y la considerable altura de un metro y ochenta centímetros lo hacían relucir en donde quiera que estuviese. Todo esto sin contar el detalle de su azul cabello, (color francia, como le gustaba destacarlo) el cual muchos pensaban que se mantenía atado en una coleta trasera, pero que en realidad, era tan solo un largo mechón de pelo que había decidido dejarse crecer. Las personas que lo veían pensaban que aquel chico debía de ejercer de modelo, cosa, en la cual no se equivocaban en absoluto. Varias personas se volvieron para mirarlo, apreciando el sutil conjunto entre lo rebelde y lo formal, advirtiendo la gracia de sus movimientos y leves sonrisas, que había esbozado con los labios juntos todas las veces.

Decisiones pasadas / Kaeya + Albedo / KaebedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora