Susto o aviso

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Saqué el maquillaje que tenía guardado por los cajones, no era de utilizarlo mucho, por tanto, lo tenía perdido por toda mi habitación

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Saqué el maquillaje que tenía guardado por los cajones, no era de utilizarlo mucho, por tanto, lo tenía perdido por toda mi habitación. Había elegido el disfraz más básico que había encontrado, tan solo había necesitado ropa blanca y unas alas falsas. Curiosamente, las alas ya estaban por mi casa, era un disfraz repetitivo, lo había usado como unos tres años seguidos y la gente no parecía darse cuenta de ello. Mejor para mí, no tenía que malgastar mi dinero en esas cosas, y más si tan solo iba a utilizarlas una vez al año.

Me miré en el espejo y me pasé el rímel blanco por las pestañas, con mucho cuidado, para no manchar el alrededor de mi ojo. Esparcí un poco de purpurina en torno a mis párpados y miré que todo estuviera correctamente, no quería tener un ojo bien y el otro mal. Pero así era, no me gustaba recurrir a la magia, pero tampoco quería ir con aquellas pintas.

Pasé mi mano por mi rostro y aquel estropicio se arregló al instante, pero no me gustaba hacerlo constantemente, eso significaba que yo no aprendería por mi propia cuenta, y no era algo que me entusiasmase. Y si mi tía me viera... No quería otra de sus charlas de ser autosuficiente. Lo era, pero a mi manera.

Me hice un semirrecogido en el pelo, me coloqué las alas y me calcé con las deportivas blancas que tenía más a mano. De normal, hubieran sido unos tacones, pero quería ir cómoda y más si iba andando.

—¿Qué te parece Sombra? —Me giré a mirarle—. ¿Te gusta?

Me maulló mientras se lamía la pata, no sabía si era una contestación o pasaba de mí.

—Ya —musité mirándome en el espejo. Quizás era una señal para que me quedase en casa con él, aunque no fue una razón suficiente.

Recogí un poco por encima y salí de la habitación, no sin antes despedirme de Sombra; si no lo hacía se molestaba conmigo y no venía a dormir a la cama. Era un gato muy caprichoso y consentido. Nunca había conocido a otro igual, se le cuidaba como a un rey... Qué digo rey, como a un dios. Pero... después de que me lo encontrase en una caja de cartón en una noche lluviosa... Se merecía todos los caprichos que pudiera haber.

—Me voy —dije al bajar las escaleras y encontrarme con mi padre—, ¿y mamá?

—Con unas amigas —contestó mi padre sin apartar la vista del periódico—. ¿Sabes a la hora que debes estar?

—Como mucho a las tres —contesté como siempre—. Ni un minuto más.

—Muy bien. —Bajó el periódico y me miró con una sonrisa—. Pásatelo bien, y no bebas mucho.

Le mostré una sonrisa falsa y caminé hacia la puerta, siempre me decía lo mismo y era demasiado repetitivo. Nunca bebía nada de lo que me ofrecían, no me fiaba y más porque ni ellos sabían qué era lo que llevaba. Hacían mezclas muy extrañas. Me decantaba mejor por agua o algún refresco: la cuestión era pasárselo bien, no perder la cabeza. Y estaba segura de que, si bebía, la perdería. No podía dejarme llevar por eso.

La leyenda de las Luar: Entre los mortales 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora