A SU MERCED

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La primera vez que sentí terror de mi padre fue aquella vez en la que insistió en qué viera como se castigaban a los subordinados-como si eso me hiciera cambiar la manera de ver las cosas-aquel hombre a mis pies tenía golpes en el rostro y sangre ...

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La primera vez que sentí terror de mi padre fue aquella vez en la que insistió en qué viera como se castigaban a los subordinados-como si eso me hiciera cambiar la manera de ver las cosas-aquel hombre a mis pies tenía golpes en el rostro y sangre por doquier.

Él estaba golpeado, ensangrentado y por sobre todo, furioso.

Yo me encontraba de pie al lado de mi madre, la Reina. llevaba un vestido rojo, zapatos negros, el cabello suelto y joyas adornaban mi noble presencia.

Yo era una Princesa, la hija del Rey más poderoso de los cinco Reinos.

Él era una bestia a punto de atacar, un guerrero sin remedio, entrenado para morir en batalla y asignado a una tarea: proteger el reino. Proteger a mis padres, protegerme a mí.

Sus ojos profundos se clavaron en mí, su rostro furioso y sus ganas de hacer trizas a cualquier persona que lo toque me lo transmitió con solo una mirada. Observó hacia a los lados, donde dos guardias, lo sostenían de los brazos, impidiendo así que callera al suelo—o eso quería hacernos creer—, de un momento a otro su mirada cambió y una ligera sonrisa apareció en sus labios, aquel hombre dio vuelta la situación en el instante que con suma rapidez se soltó del agarre de los guardias y tomó por el cuello a mi madre.

—¿Qué tenemos aquí? —aquel hombre hizo sonar su voz ronca y divertida. Mi madre soltó un pequeño quejido en el instante que aquella mano, la cual rodeaba su cuello, apretó aun más. Mi padre se desesperó y en el momento que dio la orden varios guardias nos rodearon.

Los párpados de mi madre le pesaban, sus ojos se cerraban y no lo dudé, tenía que actuar de inmediato; sabía que estaba cometiendo una locura, algo que estaba prohibido para una princesa como yo. Las princesas no tenían permitido empuñar una espada, aún así, lo hice. Como todas las cosas que no me permitían hacer.

—Arlene, ¿qué crees que estás haciendo? —mi padre me regañó en el momento que le quité su espada a uno de los guardias.

—Está desarmado, Padre —afirmé lo obvio —. ¿Por qué no lo atacan? —inquirí, y es que en verdad no entendía por qué los Guardias del Reino no atacaban a este subordinado. La espada que torpemente estaba sosteniendo con ambas manos pesaba.

Una ligera sonrisa maliciosa apareció en el rostro de aquel hombre.

—Niña tonta y obstinada. —espetó, luego de arrojar a mi madre al suelo para venir por mí, no sé como pero, aquel sujeto sin previo aviso; sin dejar que me defendiera, rodeó su brazo izquierdo a la altura de mi cuello y con su mano derecha sostuvo con fuerza la mía, logrando así que arroje la espada al suelo.

Mi padre se encontraba de rodillas en el suelo, auxiliando a mi madre, la cual abrió los ojos nuevamente para decir mi nombre y sin aviso volver a desmayarse.

—¡Llévenla a mis aposentos! -ordenó mi padre a los guardias —. Deja ir a mi hija y no te haremos daño, todo quedará olvidado... —mi padre se acercaba con cautela a nosotros.

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