Epílogo.

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Lo había conseguido.

Pasaron meses desde que Dorian entregó la medalla en el santuario de Vand, localizado a las afueras del reino de Übuck. Se fue con una sensación extraña en el pecho, como una especie de nostalgia que realmente no sabría definir. Su estómago tampoco estuvo por la labor de colaborar en su partida, pero por el camino pudo alimentarse de algunas bayas y de algún que otro gazapo que cazó. Había dejado ambos cuerpos inertes en las Cordilleras con esperanza de que, en cuanto llegasen los demás, socorrieran, al menos, a Elaine. Su madre le dijo que ella seguía viva, y se había estado moviendo con esa idea en la cabeza. Aquella pequeña esperanza hizo que su corazón latiera con fuerza.

Cuando llegó, entró y dejó la medalla en un pequeño pedestal de piedra que había en medio de una enorme sala que, el tiempo que había permanecido allí, le había parecido que las paredes se encogían por cada segundo que pasaba. Una sensación claustrofóbica invadió el cuerpo de Dorian hasta que volvió a poner un pie fuera en el bosque.

Todo había acabado. Miró al cielo, con el Sol acariciando de nuevo las escamas rojizas de sus mejillas. Se tumbó en la hierba y cerró los ojos, agotado.

Habían pasado meses, y todo volvió a ser como antes. La lluvia no era tan destructiva; los animales no temían por sus vidas cuando se asomaban las primeras nubes; las aldeas retomaron el ritmo habitual de trabajo; y, la noticia más importante para el reino: Gimmel fue reconstruida, y aunque había tardado en recuperar su encanto, en sus calles volvieron a sonar el canto de los trovadores.

El Sol pegaba con fuerza, y Dorian y Ernaline habían salido al pueblo más cercano para comprar algunas hierbas que Sven les había encargado. Al principio, la gente se asustaba de ver el nuevo aspecto de Dorian. La transformación era irreversible, y tampoco parecía avanzar más. Se había quedado con ese aspecto de forma permanente. Sin embargo, no usaba ningún hechizo para ocultarlo, ni siquiera para hacer una ilusión. Después de haber presenciado la muerte de su madre, Draknea, no iba a rechazar sus orígenes a pesar de tener todavía varias incógnitas rondando por su mente. También había aprendido a tener autocontrol sobre sus instintos de dragón ya desarrollados.

Ernaline también se había ido a vivir junto a Sven mientras buscaba otra cabaña, y mientras trabajaba tal y como hacía Dorian. A ella también la miraban con recelo, pero no tanto como a él. Aprendió también a tener autocontrol.

Había mucha gente en el mercado y, tras esperar unos minutos que se le habian hecho eternos, compraron las hierbas y volvieron a adentrarse en el bosque para volver a la cabaña.

Durante el camino, la esbelta figura de Thalia se asomó entre los árboles. A su lado, estaba Fenrir, que saludaba a la pareja abalanzándose sobre ellos para que lo acariciaran. Había dejado caer de su boca una criatura parecida a un lagarto gigante de un color verde apagado.

—¡Qué casualidad! —exclamó alzando los brazos.

—¿Nos estabas siguiendo? —acusó Ernaline mientras acariciaba la cabeza de Fenrir.

—En realidad no, solo estaba de paso. Hay una plaga de estos asquerosos lagartos y nos han mandado exterminarlo —comentó asqueada, dándole una patada al cadáver del reptil.

—Nos encontramos aquí casi todos los días —suspiró Dorian.

—Contigo no hablaba.

Dorian calló, y asintió sin ganas mientras su cuerpo se tensaba. Desde lo que pasó con Henerick y el dragón pensó que Thalia habría cambiado de opinión sobre cómo tratarlo, pero fue pasar unos días y volver a la misma actitud arrogante de siempre. A veces recordaba la vez que casi le rebana el cuello, y sospechaba de que querría darle caza por alguna razón que desconocía. Cuando se lo comentaba a Sven, este negaba y la justificaba diciendo que ella era una elfa difícil de tratar.

 La Canción del Dragón (COMPLETO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora