CAPÍTULO SEIS

208 25 42
                                    

¿El niño es mío? ¿Está absolutamente seguro? –preguntó Joaquín, apretándose el teléfono a la oreja.

–Sí, es suyo –dijo una voz al otro lado de la línea y siguió hablando sobre genética y porcentajes.

A Joaquín se le aceleró el corazón. Sentía algo parecido a... ¿alegría? Nada podía haberlo preparado para la profunda respuesta visceral que invadió su cuerpo. Su hijo. Su familia. Las palabras resonaban en sus oídos, la sangre se le agolpaba en las venas.

–Gracias –dijo él, interrumpiendo al médico al otro lado del teléfono–. Sí, quiero el informe escrito.

Después de colgar, Joaquín posó la vista en la ventana, hacia las calles de Londres. El cielo era una mezcla de azul y nubes grises. Todavía no se había acostumbrado a tanta lluvia, a pesar de que se había mudado a vivir en Inglaterra hacía diez años. De pronto, sintió nostalgia del sol de su Grecia natal. Recordó el olor de hierbas silvestres, la sal en el aire, la libertad de correr libre en la playa.

En Inglaterra, tenía un proyecto a medio empezar, la casa de retiro que iba a comprar en la campiña inglesa. Pero sus negocios estaban en la ciudad. Debía pensar lo que era mejor para su hijo. Al menos, una cosa era segura. Su bebé crecería protegido y bien cuidado. Sería amado como él mismo nunca lo había sido.

Sumido en sus pensamientos, tomó el teléfono.

–¿Grecia? ¡No lo dices en serio!-, replicó la voz del otro lado.

–Es una idea excelente.

Al percibir la tranquila firmeza en la voz de Joaquín, Lucía estuvo a punto de ponerse histérica.  ¿Qué iba a hacer ella en Grecia? Respiró hondo una vez. Dos. Tal vez tres. Estaba encogida bajo el saliente de un tejado, en la calle, para cobijarse de la lluvia que ya le había empapado los pantalones, mientras iba a pie al trabajo.

Entonces, una imagen que había visto una vez en una foto asomó a su mente. Barcos de colores brillantes meciéndose en aguas cristalinas, en un puerto bañado por el sol. Toda la escena invitaba a la calma, a la felicidad. Un frío goterón de lluvia le salpicó en la mejilla y le corrió por el cuello.

Lucía tiritó.

–No puedo dejarlo todo para ir a Grecia. Tengo un trabajo y...

–Eso no es problema.

La voz profunda y varonil de Joaquín la hizo estremecer, pero no de frío. Ese hombre ni siquiera le caía bien. ¿Pero por qué reaccionaba así a él?

–Lo siento. No te entiendo.

–He hablado con tu jefa.

–¿Que has hecho qué? –le espetó ella, levantando la voz.

–Le expliqué que necesitabas descansar y recuperar fuerzas...

–¿Le has dicho que estoy embarazada? –inquirió ella, furiosa. Joaquín Galán tenía el maldito talento de sacarla de quicio.

–Claro que no. Solo le he dicho que estoy preocupado por tu salud.

–Eso no es algo que tengas que hablar con mi jefa –dijo ella. No podía permitirse el lujo de irse de vacaciones–. Si quiero pedir unos días libres, lo haré yo misma. Pero no puedo.

–Claro que puedes.

–¿Cómo dices? –preguntó ella, subiéndose el cuello del abrigo.

–Tu jefa se alegra de que te vayas.

–No puedo dejar mi trabajo –insistió ella. Sabía que era muy probable que, si se iba unos días, se quedaría sin su empleo.

–¿Siempre eres tan obstinada?

EN SUS MANOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora