CAPÍTULO UNO

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Joaquín Galán escrutó la multitud que llenaba la sala de fiestas de su hotel en Londres. Al principio, los invitados se habían comportado con mesura durante la ceremonia de boda, sin embargo, en ese momento, los ánimos estaban desbocados. La nueva familia política inglesa de su amigo Leo se estaba soltando el pelo sin miramientos.

Contempló a Leo y a su esposa Isabella, que estaban rodeados por un grupo de amigos del novio brindando una y otra vez. A su alrededor, revoloteaba un ejército de damas de honor, embutidas en ostentosos vestidos en tonos limón y mostaza.

Ya se habían llevado a cabo todos los formalismos, se había cortado la tarta, habían tomado fotos y se habían dado los discursos oportunos. Nada lo retenía allí por más tiempo. Él había hecho su parte, le había ofrecido su hotel para la celebración a Leo como regalo de bodas, había acudido en persona, incluso, había bailado con la novia.

Levantó un hombro, tratando de aliviar la rigidez que sentía en las clavículas. Aunque no tenía ganas de irse a la cama, tampoco deseaba quedarse en esa fiesta que a cada paso se volvía más ruidosa.

Si hubiera encontrado atractiva a alguna de las invitadas, le habría ofrecido acompañarlo a su suite para una celebración privada. Pero no le gustaba ninguna. Las únicas mujeres hermosas o tenían pareja o lo miraban con el signo del dólar en los ojos.

Había aprendido hacía mucho tiempo a distinguir a esa clase de depredadoras. Así que Joaquín se despidió de la feliz pareja y salió de la sala de fiestas. Ya que no iba a tener compañía esa noche, decidió que repasaría el nuevo contrato. O, tal vez, iría a su gimnasio privado.

Estaba inquieto. No dejaba de pensar en la pareja que acababa de prometerse amor para toda la vida. Inevitablemente, le recordaba a su propio matrimonio fallido hacía unos años. Apretó los labios. Por supuesto que había dejado atrás su historia con Viviana, se dijo. Sin embargo, era raro como, durante toda la noche, su mente lo había llevado una y otra vez a ese pasado medio olvidado, cuando la vida le había parecido llena de esperanza y había creído en el amor.

Había pasado una eternidad desde entonces.

Marcó el código para entrar en el ascensor privado que lo llevaría a su suite. Las puertas se abrieron y entró. Segundos después, una figura envuelta en satén amarillo se catapultó dentro, estrellándose contra él. Joaquín estornudó cuando sus fosas nasales se vieron envueltas por su laca del pelo.

–Lo siento. ¿Te he hecho daño? –susurró una voz junto a su barbilla–. Por favor, no me delates –suplicó y, en vez de apartarse, se pegó más contra él, agarrándolo de una manga.

–¿Delatarte?

–Por favor. No quiero que él me descubra –dijo ella. Alargó una pálida mano y apretó un botón para que la puerta del ascensor se cerrara. 

En cuanto así fue, soltó a Joaquín y se pegó contra la otra esquina del pequeño cubículo.

–¿Estás bien? –preguntó él, preocupado.

La mujer tenía la cabeza gacha, pero él intuyó su miedo, por la tensión de sus hombros y su pulso acelerado en la base del cuello.

–¿Te ha hecho daño alguien?

–¿Daño? –repitió ella. Meneó la cabeza y se enderezó–. Aunque estoy segura de que él me estrangularía, si pudiera. Me odia y es un sapo asqueroso.

Con un grito sofocado, la chica se tapó la boca y levantó la vista. Sus ojos profundos ojos marrones  se clavaron en él. Hubieran sido bonitos, de no haber sido por el exceso de sombra de ojos demasiado brillante y unas enormes pestañas postizas que le pesaban sobre los párpados. Parecía una ramera asustada.

EN SUS MANOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora