CAPÍTULO SIETE

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El cerebro de Lucía entró en cortocircuito. Cuando Joaquín hundió el rostro en su pelo, le temblaron las piernas. Su enorme cuerpo la envolvía, llenándola de calidez. Reconoció en los ojos de él el mismo deseo que esa noche en Londres. Y le llegó al alma. Igual que cuando lo había visto bailar aquella varonil danza griega. Solo había tenido ojos para él.

Joaquín había hecho mucho por ella. Le había introducido a los placeres del sexo. ¿Quizá por eso su cuerpo respondía de esa manera a su contacto? Aunque, si solo se trataba de atracción sexual, ¿por qué tenía ganas de saberlo todo sobre él? ¿Por qué había absorbido con interés toda la información que los invitados le habían dado sobre su anfitrión?

Joaquín levantó la cabeza, mirándola a los ojos. Ella contuvo la respiración.

–Te deseo, Lucía.

Era una afirmación, clara y directa. También debía de ser una pregunta, porque él no movió un músculo. Lucía percibió la atmósfera llena de tensión. O, tal vez, era su propio cuerpo, que se negaba a demostrar prudencia y retirarse.

Sin embargo, Lucía no quería irse. Cerró los ojos, mientras una corriente de excitación le atravesó los pechos, con los pezones endurecidos debajo del fino camisón, pasando por el vientre y la húmeda entrepierna, hasta las puntas de los pies e, incluso, hasta las orejas. Todo su cuerpo se había convertido en una zona erógena, estremeciéndose y latiendo con expectación.

–Y tú me deseas a mí.

Lucía abrió los ojos. En la penumbra, no podía ver el color de sus pupilas, pero no tenía duda sobre la intensidad de su mirada.

–Sí –afirmó ella, incapaz de mentir.

La palabra salió de su boca con un hondo suspiro de alivio. El orgullo y el miedo le habían obligado a ocultar su deseo, pero era algo innegable.

–Bueno, pues no perdamos más tiempo –sugirió él con una sonrisa deslumbrante.

La tomó en sus brazos, con uno en la espalda de ella y otro bajo sus piernas y volvió a su dormitorio. Lucía se preguntó dónde había quedado su sentido común. Pero no le importaba. Nunca había deseado nada tanto en su vida.

Joaquín la dejó en el suelo, junto a la cama. Casi en el mismo movimiento, le sacó el camisón por encima de la cabeza. Ella contuvo la respiración, sorprendida. Automáticamente, se tapó los pechos con una mano y el pubis con la otra. Él murmuró algo en griego, algo que ella no entendió pero que le resultó sumamente excitante.

–¿Por qué esconder tan hermoso cuerpo?

Lucía abrió la boca para decir que ningún hombre la había visto desnuda jamás, a excepción de él, pero se mordió la lengua. Si se lo decía, no la creería. ¿Como podía ansiar entregarse a alguien que no confiaba en ella? Pero así era.

Joaquín le apartó los brazos del cuerpo y suspiró, contemplándola con admiración, devorándola con los ojos. Entonces, en vez de vergüenza, Lucía sintió una inyección de poder y orgullo. Él posó los ojos en su estómago y, luego, la palma de la mano, donde su bebé anidaba.

En esa ocasión, una mezcla de sentimientos invadió a Lucía. Sobre todo, estaba emocionada al pensar en el bebé que habían creado juntos. Y lo mismo leyó en la expresión de él. De pronto, experimentó el deseo de protegerlo y cuidarlo, no solo al bebé, sino al hombre que tenía delante.

–Llevas demasiada ropa –murmuró ella. Joaquín parpadeó y sonrió.

–Es mejor que me ayudes a quitármela –pidió él, arqueando una ceja con gesto provocativo. Al instante, comenzó a desabotonarse la camisa.

EN SUS MANOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora