CAPÍTULO 6

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Seis eran los meses que habían transcurrido desde que se produjera la captura y tortura de la familia Longbottom. El cielo estaba nublado aquella mañana. Albus Dumbledore se acababa de aparecer ante la gran puerta del Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas, en Londres. El edificio era grande y tenía una arquitectura imponente. El hospital era conocido por su voluminosa capacidad para curar enfermedades y lesiones mágicas extremadamente graves. A menudo, era la última esperanza para aquellos que habían sido heridos por magia oscura o por criaturas peligrosas.

Albus Dumbledore suspiró antes de poner un pie en el escalón de piedra que se alzaba hasta la gran puerta de entrada. Pensó en Frank y Alice Longbottom, y suplicó en lo más profundo de su corazón que los sanadores tuvieran buenas noticias.

Después de saludar a varios empleados del hospital, que le reconocieron al instante, Dumbledore subió por la gran escalera de mármol, que nacía en el vestíbulo del hospital y ascendía hasta la última planta. Llegó al ala de Permanencia, situada en la cuarta planta del hospital, y se dirigió a la habitación número cuatrocientos treinta y cinco.

Los sanadores del hospital vestían con uniformes blancos y zapatillas de goma de color turquesa. Iban de una habitación a otra, otorgando atención a todos los pacientes. Una sanadora se encontraba en el interior de la habitación cuatrocientos treinta y cinco. Era joven, de escasos treinta años de edad. Tenía el cabello largo, de color caoba, y completamente liso. Se encontraba cambiando las sábanas de la cama más cercana a la puerta. Allí, en el hospital de los magos, aquel trabajo era manual. Por motivos de seguridad, el uso de la varita estaba reservado exclusivamente para procedimientos sanadores complejos.

—Buenos días, sanadora Clearwater —saludó Albus Dumbledore desde el umbral de la puerta.

—Profesor Dumbledore —dijo ella, un tanto alarmada—. No le había oído llegar. Pase, por favor.

—Con su permiso —dijo él, y accedió a la habitación.

No era un lugar muy grande. Había flores y plantas por todos los rincones, varios armarios, dos ventiladores, un ajedrez mágico, una mesa llena de cajitas vacías de ranas de chocolate, varios cromos de brujas y magos, y una fotografía. Los dos pacientes que allí descansaban, parecían encontrarse en otro mundo.

El profesor Dumbledore observó a sus amigos. Alice sonreía mientras miraba fijamente a la pared. Frank tenía un rostro más severo. Su atención se encontraba centrada en las puntas de sus calcetines de color rojo. Ninguno de los dos se percató de la llegada de su amigo.

—¿Hay mejoras? —preguntó el profesor, con los ojos brillantes, que observaban con atención a través de los finos cristales de sus gafas de media luna.

—Hemos tenido progresos en el último mes —respondió la sanadora Clearwater—. Ambos están empezando a reconocer a sus enfermeras regulares, pero esta clase de trauma cerebral deja daños permanentes.

—Muy bien —asintió Dumbledore—. El jugo de nenúfar africano está dando resultados favorables.

—Sí —afirmó ella—, aunque es difícil saber si volverán a reconocer a sus seres queridos. A pesar del avance, el panorama no es bueno, profesor.

Dumbledore suspiró. Sus amigos eran extraordinarios. Los Potter habían vencido a la muerte gracias al amor, al igual que los Longbottom, y él sabía perfectamente que no había magia más poderosa en el mundo que el amor.

—Algunas veces, el corazón recuerda lo que la mente olvida —dijo.

De su túnica sacó una fotografía, enmarcada en un sencillo marco de madera blanca. En ella, el pequeño Neville Longbottom jugaba con la varita de su padre. Colocó la fotografía en la mesilla de Alice, junto a una réplica del expreso de Hogwarts y una rana de chocolate.

Alice Longbottom pareció percatarse de ello y giró su rostro para observar la imagen de su hijo. Si sus sentimientos no le engañaban, Dumbledore pudo ver el brillo blanco de estrellas en los ojos de Alice. El profesor comprendió que ninguna maldición jamás podría romper por completo el vínculo que poseía una madre con su hijo.

En aquel momento, pensó en los Potter. Lily, James... su hijo Harry. Estaba convencido de que la muerte tan solo era la siguiente aventura, y que el amor podía atravesar el velo que separaba esta vida de la siguiente.

—¿Ha venido por aquí Augusta Longbottom? —preguntó.

La sanadora Clearwater terminó de hacer la cama de Alice y le acarició el brazo. Alice sonrió de nuevo. No dejaba de mirar la fotografía que Dumbledore les había regalado.

—Recibimos una lechuza hace un par de horas. Su transporte Muggle se había retrasado.

—Sorprendente, sin duda —sonrió el profesor—. Me sentiría muy en deuda si le diera esta carta a su llegada.

Dumbledore sacó un sobre de color carne de uno de los bolsillos de su túnica. La sanadora asintió y cogió la carta.

—Les he conseguido un pequeño hogar en Hogsmeade. Me alegraría que se mudaran allí de inmediato. En ese pueblo contarán con la protección de Hogwarts. Allí, el niño crecerá ajeno a todo peligro del Mundo Mágico.

—Un buen hogar para los Longbottom, profesor —dijo la sanadora—. Aunque el niño crecerá muy alejado de sus padres.

—No hay forma más rápida de viajar que los Polvos Flu —apuntó el profesor, observando a la joven sanadora por encima de sus gafas de media luna—. Haré que conecten una chimenea entre el pueblo y el hospital.

—Es usted extraordinario, profesor —dijo ella.

—Oh, me alaga, sanadora Clearwater —respondió él, emitiendo una suave carcajada—. Debo irme. Asuntos del Ministerio requieren mi atención. Aún quedan seguidores de Lord Voldemort por juzgar.

La piel de la sanadora se irritó. Su corazón tembló al escuchar aquel nombre. Todos sus músculos se tensaron. El horror llegó a su mente. Al igual que muchas enfermedades incurables, el temor al escuchar aquel nombre sería irreparable en la totalidad de la población mundial.

Longbottom: La capturaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora