Maldita mujer

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No puedo dejar de pensar en esta maldita mujer, después de estar horas cuidándola, me sacó de su casa, para que pase la noche aquí a la intemperie

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No puedo dejar de pensar en esta maldita mujer, después de estar horas cuidándola, me sacó de su casa, para que pase la noche aquí a la intemperie.

El frío me cala, por la fina camisa del uniforme, maldiciendo en silencio en el suelo, apoyo mi espalda en la puerta de su casa, por no tomar una de las mantas que trajo mi compañero. 

Intento encontrar una postura que me dé calor y me haga sentir cómodo para descansar. 

Podría marcharme a mi habitación en el cuartel, pero seguro que aún se encuentra el padre de mi gitana descansando. 

Cuando mi compañero, me contó la situación, no me lo pensé dos veces y le cedí mi habitación, no podía permitir que un hombre mayor e inocente, esté en una celda solo porque está más seguro que en su propia casa.

Dios, esta postura me esta matando. Me remuevo, estirando un poco los músculos agarrotados de mi espalda, intentando ponerme recto, a la vez que dejo reposar mi cabeza en la madera de la puerta, con una inspiración para soltar todo y relajarme descansando algo. Cuando siento un leve sonido que me alerta, sin tiempo de reacción caigo de espaldas al perder el apoyo que tenía. 

Mi cabeza golpea el suelo y desde esa posición, logro ver la cara de sorpresa de mi gitana al percatarse que soy yo.

—¿Pero por qué mierdas abres la puerta en plena madrugada? —le grito enfadado desde el suelo, no por el golpe en mi cabeza, sino por lo imprudente de abrir a estas horas sin percatarse del peligro.

—¿Y tú porque sigues aquí, si te hice salir de mi casa? —me enfrenta, con sus manos en la cadera intimidante.

Mientras, me incorporo para sacudir el polvo en mi pistola y mi uniforme, intentando no reír por la forma de mantener su cara de enojada, y a la vez querer reírse por mi caída.

—No podía marcharme y dejarte sola, gitana. —Su cara me dice que piensa que soy tonto, lo que me hace volver a sonreír.

—Discúlpeme, señor policía, —aunque su voz es dulce, el sarcasmo aparece en sus gestos, no sé qué pasa por su cabeza, aunque veo una pizca de picardía en sus ojos. —Llevo diecisiete viviendo sin necesitarlo, ¿por qué piensa, que ahora sí estoy en peligro si no está usted a mi lado?

—Porque su familia está en el cuartel, en estos momentos. —Me arrepiento al instante de terminar de hablar y ver su reacción. 

—¿Qué? ¿Mi padre? —Sus lágrimas brotan sin control al confirmarle lo que tanto teme escuchar.

—Hubo una trifulca entre bandas. —Me detiene ante mi explicación.

—Mi familia no forma parte de ninguna banda. —La rabia le hace apretar los puños, por no pegarme, supongo.

—Lo sabemos, —es lo único que le digo, al pasar por su lado por una de las mantas que están sobre la cama, para volver a salir de su casa, dejándola lidiar con sus emociones sin espectadores. —Con permiso, tomaré una para aguardar fuera.

Mis SacáisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora