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Su corazón se encontraba sumergido.

No podía ver, ni moverse, tampoco sentir. Se encontraba en un limbo extraño y sin rumbo alguno en el que los sonidos retumbaban al fondo de todo lo tangible. Nunca sabría decir con exactitud cuánto tiempo pasó en aquella situación, dormido, aguardando lentamente a un despertar próximo.

Y, para cuando la consciencia comenzó a ganar terreno en su cabeza, lo único que pudo pensar fue que debía haber estado al borde del coma etílico. De hecho, había tenido noches de borrachera que habían terminado con él despertando en el metro mucho mejores que aquello —fuera lo que fuera—.

Su boca se sentía pastosa, su cuerpo pesaba y un hormigueo recorría sus extremidades entumecidas. Hacía frío y varias voces rebotaban en la distancia, lo suficientemente lejanas como para hacerle sentir ansiedad al no poder abrir los ojos y buscar a quien hablaba, y lo suficientemente cercanas como para discernir más o menos aquello que decían.

—... se está volviendo blando, si me permite decirlo —decía la primera, una voz femenina.

—Eso no es cierto —escupió otra persona. Un hombre de voz raspada, aparentemente cansado —. Sigo siendo yo. Maté a todos los que lo averiguaron, y...

—No se mueva tanto, o empezará a sangrar otra vez, por favor.

Satoru gimoteó por lo bajo al escuchar aquello, luchando por despertar. Intentó moverse, sus músculos no respondieron. Los desconocidos permanecieron en silencio y pudo sentir sus miradas encima. Se le secó la garganta, una punzada de angustia le atravesó el cerebro como un clavo.

¿Qué demonios había hecho para acabar en esa situación? Maniatado por su propia somnolencia, víctima de la jodida lentitud de su propio organismo para reaccionar y, por si fuera poco, rodeado de gente extraña.

Podía sentir el dolor residual de heridas, las rodillas ardiendo, quizá raspadas. Hiperventiló, debatiéndose por hacer un sólo movimiento, un mísero gesto que indicara que aún seguía vivo, sorprendentemente vivo.

Oh.

—Necesito volver a Iga con la información antes del final de esta semana —prosiguió él, suspirando —. Partir hoy sería lo más inteligente. Estos poblados son nuestros... de ellos ahora, y todo es un caos. Nadie se dará cuenta de que falta un samurái que supuestamente ha caído en batalla y cuyo cadáver nunca encontrarán.

Satoru abrió los ojos.

La luz resquemó en sus córneas, una mueca cruzó su rostro acompañando a un quejido que salió de lo más profundo de su garganta. La pantalla blanca cubrió su mundo un instante, al tiempo que su cerebro recordaba reconocer su propia existencia.

Retazos de un dolor apagado, calmado quizá por medicamentos. Había un fuerte olor a hierbas en el aire que se le había pegado a la nariz.

Parpadeó varias veces, intentando apartar la neblina, y alzó la cabeza, intentando incorporarse sobre sus codos. Sus dedos se estremecieron, sus yemas se deslizaron por la rasposa superficie.

Estaba tumbado en una esterilla de bambú, en el suelo. La fina manta se deslizó de sus hombros desnudos a su regazo, revelando múltiples hematomas y varios hilos que tiraban, enterrados en su piel. Hilos de sutura que cerraban una herida profunda.

Frente a él, un hombre lo miraba con fingida indiferencia. Mantenía su rostro serio, pero una tormenta se desataba en el tinte salvaje de sus ojos verdes. Mechones negros caían por su frente, enmarcando su mirada; facciones astutas ribeteadas de una cicatriz que bajaba cortando labios finos.

A su lado, arrodillada, había una kinsō-i, cirujana de heridas, que sostenía un pedazo de algodón con pinzas.

—Este es su problema ahora —dijo ella, levantándose.

Koi no Yokan || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora