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—¿De dónde lo sacaste?

Toji se encogió de hombros, apoyado contra la pared. Frente a él, Mei Mei terminaba de cocinar la cena. El olor de la comida hacía que su estómago gruñera.

—Lo encontré por ahí —acabó por decir, cruzándose de brazos —. Y ahora está conmigo. Eso es todo.

Eso era todo. Había dejado a Satoru en el comedor, arrodillado frente a la mesa, esperando. Aunque, estaba seguro de haberlo oído levantarse y pulular por la casa. El chico era demasiado curioso.

Sabía lo que pensaba Mei Mei, que no debería recoger a gente sin conocerla, ni dejarles ver a qué se dedicaba. Su único trabajo era ser una sombra, y a eso se había dedicado durante años. Cualquiera que supiera de su identidad debía morir.

La vida del shinobi era solitaria, estaba llena de sangre.

Satoru parecía estar completamente solo. Si Toji era lo único que tenía, entonces no le traicionaría. Le gustó pensarlo así.

—¿Será beneficioso a largo plazo? —preguntó ella, sin indagar en la razón de cómo acabaron juntos.

—Te lo aseguro.

Mei Mei era una mujer experimentada varios años mayor que él. Tenía muchas muertes manchando sus manos, pero actuaba como la mejor dulzura que cualquier hombre hubiera visto. Sabía que había rajado gargantas de altos cargos militares después de seducirlos, había robado información de bandos enemigos y la había intercambiado con el contrario sólo para causar caos.

Estaba medio retirada, pero no dudaba en echar una mano a aquellos shinobi que se encontraran de paso por la zona.

—¿Te asegurarás de que esté bien o lo dejarás atrás cuando se muestre débil? —Mei Mei le miró de reojo, atenta a la reacción del hombre a la pregunta.

Toji había tenido compañeros. Un par. El que más duró lo hizo por dos semanas antes de morir atravesado por el disparo de un arcabuz.

Después de eso trabajó solo hasta ese momento, porque incluso el mejor shinobi entrenado podía sufrir un accidente, ser atrapado. Los trabajos solitarios eran mucho mejores que aquellos en grupo, eran mucho menos arriesgados y podía ir al ritmo que quisiera.

Satoru había recibido alguna clase de entrenamiento en artes marciales, pero no era un mercenario como él.

—Tendrá que aprender a seguirme el ritmo si quiere sobrevivir —determinó Toji, y puso fin a la conversación saliendo de la estancia.

Una punzada de molestia se le clavó en la cabeza. No tenía por qué discutir la presencia de Satoru con nadie.

Entró al comedor y se encontró con que Satoru entraba desde el lado opuesto, abriendo la puerta corredera que llevaba al pasillo de los dormitorios. Ambos se miraron, de punta a punta de la estancia, como si fuera la primera vez que se veían.

Satoru bajó la mirada, sintiéndose pillado por haber estado curioseando por el resto de la casa en vez de haberse quedado en el comedor.

Al final, se arrodillaron para cenar alrededor de la mesa. El ambiente era cálido, la comida despedía un olor delicioso. Carne —por fin, hacía semanas, meses que Toji no comía carne—, caldo con verduras y arroz.

Mei Mei les deseó un buen provecho. Ambos respondieron lo mismo.

Satoru se sentía incómodo sentado de aquella forma. Se revolvía sobre el cojín. Estaba acostumbrado a sentarse en sillas normales, occidentales, comer en una mesa alta y cómoda en vez de al nivel del suelo.

Tomó los palillos y comenzó a comer. Ni siquiera se había dado cuenta del hambre que tenía.

—¿De dónde eres?

Koi no Yokan || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora