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Los últimos rescoldos crepitaban lentamente.

Toji los removió con un palo, notando el breve calor que desprendían. El fondo de la cueva permanecería cálida al menos casi una hora más, suficiente como para disfrutar de ese privilegio.

El chico dormía profundamente frente a él, encogido contra la pared de piedra. Tenía las rodillas en alto, encogidas, y las manos en el pecho, intentando guardar calor.

Mechones blanquecinos caían por su frente como pedazos de cielo arrancados del invierno. Pestañas largas y mejillas sonrosadas; su respiración apenas se escuchaba por encima de los restos de la hoguera.

El reflejo cobrizo de las brasas se reflejaba tenuemente en su piel. Recorría con trazos anaranjados su pómulo y nariz, posándose con suavidad en su labio inferior, entreabierto.

No sabía su nombre, ni de dónde había caído, pero reconocía la mirada de un hombre perdido en él. Esos ojos imposibles, confusos, intentando hacer bromas y molestando con su estúpida voz, ocultando un tornado de emociones al otro lado del azul.

—... se está volviendo blando, si me permite decirlo.

La voz de la enfermera apareció, de pronto, en su cabeza. Toji cerró los ojos y suspiró. Ella no lo entendería.

Había visto la luz en el bosque, cegadora, intensa, y luego al muchacho tirado contra un árbol como si hubiera sido arrojado de las puertas del mismísimo infierno, ensangrentado, con pedazos de tela negra y restos de lo que parecía ser ropa pegados al cuerpo herido.

Había cargado con él en su espalda durante un camino interminable, a sabiendas de que no debería hacerlo. Jamás habría podido dejarlo allí, después de chocar contra la cianita de esa mirada moribunda y cansada que había pegado un chispazo en el ambiente, deteniendo el tiempo un instante antes de que esos iris se apagaran y su cabeza cayera a un lado.

Tenía rostro de adolescente malcriado, era cierto. Sin heridas, ni manchas, ni cicatrices, como uno de esos niños mimados de familia adinerada. No había tenido que sufrir, ni ir a la guerra, y se apostaba la vida a que no había tocado un arma en su vida. La clase de rostro de alguien que no sabía lo que era la sangre y las vísceras.

Odiaba a esa clase de personas.

Al contrario que el albino, Toji tenía decenas de cicatrices. Se llevó la mano al costado, tocándose la herida. Habría llegado antes al hospital de campaña si no hubiera recogido al chico. No habría perdido tanta sangre, no habría estado rozando la muerte.

Tal vez era cierto, y se estaba volviendo blando.

Cerró el puño con fuerza. Tenía que llevar la información que había recopilado sobre las fuerzas militares de Oda Nobunaga a los shinobi de Iga cuanto antes. Cumplir el encargo significaba dinero, y dinero significaba continuar sobreviviendo. No podía distraerse.

El chico hizo un sonido gutural mientras dormía. Toji hizo guardia toda la noche, hasta el amanecer.

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Koi no Yokan || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora