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Toji estaba a punto de cometer asesinato en masa.

—Tócale un sólo pelo y te arrancaré las manos.

Sostenía a uno de los monjes por el cuello de sus ropas, inclinándolo por el borde de las escaleras que subían al monasterio. Todo porque había osado intentar rozar el cabello de Satoru, maravillado por su color.

—¡Perdón! ¡Lo siento! —decía, mirando hacia atrás con pánico a que el hombre lo dejara caer.

Toji lo hubiera hecho, encantado, pero notó que Satoru le tocaba el hombro y decidió que era suficiente. Aún así, se mantuvo pegado a él todo el tiempo, ayudándose de su brazo para subir los escalones.

El lugar era grandioso, insertado en la naturaleza con majestuosidad. El edificio principal era un monasterio y junto a él había una escuela, donde los jóvenes estudiosos del budismo aprendían. Puso los ojos en blanco. Los religiosos fingían ser humildes, pero vivían en los mejores edificios, con las mayores comodidades, lejos de las hambrunas de los poblados. Decir que los odiaba era poco.

—Acompáñalos a la enfermería, les prepararé un par de habitaciones y pediré algo de comer para su cena —dijo el tipo de la cesta, mirando con lástima a su compañero. Luego, se dirigió a Satoru —. Es un experto en tratar heridas, no se preocupe, señorito.

A Toji le faltó el aire para escupir que no se atrevieran a llamar a Satoru así. Arrugó la nariz con asco, sin molestarse en disimular su rabia, y apretó los puños.

Le palpitaba con fuerza el corazón, se sentía levemente enfermo. Confuso. Tenía ganas de agarrar a aquellos tipos y seccionarles la carótida con los dientes. Se tocó la frente, pero no tenía fiebre. Notaba los ojitos de Satoru encima y le urgía esconderse.

—Toji —Satoru le dio con el codo en su costado sano, suave.

Susurró una maldición.

Dejaron su caballo con un tipo aleatorio que no le gustó nada. Tomó las alforjas y se las echó a la espalda. Dentro había cosas importantes, documentos y armas, comida. Todo con que podrían averiguar su identidad como shinobi y, también, todo con lo que habían sobrevivido.

Entraron al lugar, dejando atrás las estatuillas de los guardianes de piedra. Un olor a incienso les llegó en forma de una bofetada espiritual —Toji no sintió que se purificaba, más bien que iba a empezar a arder—. Todo era madera y calidez, nada que ver con la salvaje naturaleza de fuera. La noche caía, oscura, y si uno se detenía a escuchar podría acertar a reconocer el sonido de los lobos en el bosque.

Satoru no dejó de mirar a todos lados con curiosidad, mientras el monje los guiaba a una modesta enfermería. Un chico, aprendiz, salió de allí con sigilo y saludó a todos con respeto.

—¿Es muy grave? —preguntó el monje, acercándose a una estantería donde guardaba tarros repletos de hierbas y ungüentos.

—Probablemente una dislocación —comentó Satoru, señalando el tobillo del otro —. No es mucho, pero si no se trata bien...

—De eso me encargaré.

Toji se sentó en una esterilla de bambú, asumiendo lo que ocurría lentamente, hasta que se dio cuenta. El monje se acercaba a él con un trapo, listo para recolocarle el hueso y apretarlo con vendas, quizá bajar la inflamación con un ungüento de mierda. Y quién sabía qué más.

Había sido tratado por heridas cientos, miles de veces. Había sido quemado, apuñalado, disparado, lacerado; había tenido las manos de distintas cirujanas en su cuerpo, suturando, envolviendo, curando, mientras él ahogaba el dolor mordiéndose, sudando. Sin embargo, ya no quería nada de eso, y mucho menos de un tipo como ese.

Koi no Yokan || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora