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Tal vez, Satoru Gojō no estaba hecho para el amor.

Se encogía bajo las sábanas, sollozando, sintiéndose horriblemente patético. Otra espina se clavaba lentamente en su corazón, empujando las demás hacia adentro, desangrando sus sentimientos por la almohada en forma de lágrimas.

Sorbió por la nariz, mirándose las manos que habían sostenido el rostro de Toji. Aún se sentían cálidas, contagiadas del calor de su cuerpo.

Pero, no era como el resto de las veces. No había sido insultado, ni despreciado, no había habido ninguna mueca ni ningún:

Honestamente, sólo te veo como alguien con quien follar.

Había sido peor, porque Satoru había sido previamente advertido de quién era Toji. Lo había roto, lo había despedazado y revelado una vulnerabilidad al descubierto. Había sido testigo de cómo un hombre criado para la guerra se había resquebrajado, dejando entrever la persona que había debajo de toda la sangre.

No podía quitarse de la cabeza la imagen de esos ojos verdes repletos de impotencia, lágrimas cayendo por el surco de una cicatriz como si fueran cristales, rajando todo lo que podrían ser si no fueran quienes eran. Si no pertenecieran a mundos distintos.

Satoru cerró los puños. Había sido correspondido. Eso abría la herida y le desgarraba el pecho.

—Y vigila que Toji no se desvíe de su camino. Nosotros sólo somos herramientas. Vivimos para morir por el deseo de alguien más.

Quería golpearse, hacerse el peor daño. Sin embargo, una parte de sí esperaba a que Toji regresara y se pegara a su cuerpo, aceptando un beso.

Nunca había querido besar tanto a nadie, acariciar su cuerpo con delicadeza, cada cicatriz, muesca y esquina rota de un espejo con esquirlas afiladas. Satoru quería sostenerlo y ser sostenido, dormir en su pecho, revolverle el pelo.

Anhelaba hundirse en su boca de la misma forma en que su figura desaparecía en la corriente de un río, suspirar contra su aliento, prometerle mil cosas y cumplir todas y cada una.

—No es justo —susurró, limpiándose la cara con las mangas. Sus labios se contrajeron en una mueca de dolor.

La necesidad ardía en su piel, consumía sus pensamientos con sonrisas, golpes amistosos y peleas que acababan con una mirada de complicidad.

Entonces, sí era un caprichoso de mierda. Y un egoísta. Y un niño mimado, un mocoso que quería aquello de lo que se había encandilado. Todo el mundo tenía razón, ese era él, lo admitía.

Si el principito no conseguía lo que quería, ¿cuál era el sentido de la historia?

Se dio la vuelta, tumbado en el lugar donde Toji había estado. Había dejado un calor tan agradable. Podrían estar durmiendo entre los brazos del otro. Era la primera vez que se separaban tanto. Ni siquiera había dicho a dónde iba.

La llama de las velas tembló. Unos pasos se escucharon en el pasillo.

Satoru se incorporó, sentándose en el fino colchón con la manta en el regazo. Estaba todo rojo, se le habían hinchado los ojos, tenía un sabor a sal en el paladar. Seguro que se veía horrible, despeinado y con el corazón roto.

Frunció el ceño, a medida que los pasos se acercaban a la puerta, y pensó que los pasos de Toji no se oían.

Toji siempre andaba sin hacer ruido, como si no estuviera allí.

Sus latidos se desbocaron en sus oídos, una sensación de inseguridad corrió por sus venas. Un mal presentimiento le provocó malestar físico, un nudo en la garganta.

Koi no Yokan || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora