Cambiando el destino

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Siete lejanos februarius atrás, Manlia no habría osado ni considerar  a ningún augure que afirmase que el requerimiento de su madre, instándola a trasladarse de inmediato a Roma, tendría un final diferente al de una ventajosa boda con el general Quinto Flavio Pompeyo. Flavio era descendiente de una noble estirpe de  militares forjados en las más cruentas contiendas y Manlia Domitia, que jamás había contrariado a la autora de sus días, aceptó su suerte resignada.

Pocos días antes de los idus de marzo finalizó, tras una marcha no exenta de peligros, su largo  periplo desde Galaecia. Extenuados Manlia y su padre llegaron a Baetulo, donde, a la espera para embarcarse en la galera  que debía llevarlos  a la capital del Imperio, se alojaron en la  propiedad de un viejo amigo de Sertonio: la placida Vilae Minicius. Allí, los vientos del destino cambiaron de rumbo para Manlia.

Titus Minicio, en otro tiempo asistente de Sertonio Manlio Domitio,  era un curtido veterano de las guerras cántabras que se retiró para vivir un merecido descanso  en la vilae que le fue concedida por su dedicación y servicio para la gloria de Roma. Como fiel amigo no reparó en gastos y les agasajó con un banquete de bienvenida, fastuoso y excesivo, al que Manlia asistió  con aire ausente mientras por su mente vagaba el inquietante espectro de aquel matrimonio concertado que no la complacía en absoluto. Fue el esclavo de Lucio, hijo menor de Titus, quien la repuso en la realidad anunciándole solemnemente que  su señor iba a brindarle un  paladeo de la mejor hidromiel que jamás hubiese probado antes. Cuando el esclavo se volvió ceremonioso para verter la bebida en la copa prometida descubrió el vacio de su amo ausente pues, Lucio Minicio, se había quedado demasiado atrás y les observaba  eclipsado tras una de las columnas del Atrio. Manlia, se incorporó en su triclinio con curiosidad y sonrió por lo absurdo de ver allí al pomposo esclavo sin recipiente en que verter el contenido de su vasija, y Minicio, animado por su risa, acabó acercándose al tiempo que tendía nervioso la copa para que así su esclavo la pudiese colmar, por fin, de la bebida favorita de los dioses. Ella la degustó, era un néctar dulce y cálido. Y Minicio, se sentó a sus pies y sin encontrar nada más conveniente que decir, estalló en una larga disertación sobre lo noble que era su hermano mayor, cómo este había perdido la vida en una épica batalla en la Galia, y como lo habían amado siempre todas las mujeres. Tras un breve silencio,  sin que ella pudiese decir palabra para responder, emprendió un nuevo soliloquio con tal pasión, esta vez sobre sus tierras y  sus uvas, que a Manlia se le antojaron, al escucharlo, como el mayor tesoro que los dioses podía otorgar a un hombre. Desde aquella noche, en la que conoció a Lucio, su vida ya no volvería a ser la misma.

Sertonio fue quien marcó el día de Júpiter para partir  hacia Roma, pues era el dios cuya voluntad sólo podía variar si se empeñaba el destino, y siempre era bueno que el gran pater deorum velase  por el arribo a buen puerto de la expedición. La comitiva, llegada la hora, inició lentamente su marcha rumbo a puerto. A penas habían recorrido unos passus cuando Lucio Minicio, acompañado por dos de sus fieles esclavos,dio el alto de forma enérgica a la litera de Manlia. La joven lo miró sorprendida y Lucio Minicio, sonriendo,  le tendió la mano que ella tomó confiada descendiendo ciertamente sorprendida y Minicio, como si estuviese muy seguro de si,  le  hizo entrega de un anillo, señal inequívoca de sus intenciones. Su padre, que en ningún momento se interpuso, si hizo percibir aquel lazo que daba  sentido a la palabra  páter advirtiendo, a la que iba a dejar de ser su hija, que si se marchaba  ya nunca podría volver a entrar en su domus. Manlia, inquieta por el camino que acababa de emprender, se volvió un momento y vió a su padre sonreír eso  la sosegó.  

Habían pasado siete Siete februarius  y Sertonio, en una insulae de su propiedad en Barcino, acudió a la llamada desesperada de su liberto que gimoteaba ante la visión dantesca que había descubierto momentos antes.

-- Por todos los dioses …… Manlia….

Incorporó a su hija y dividió en dos su focale para aferrarlo con fuerza a sus pálidas muñecas intentando detener la sangre que se deslizaba descontrolada. Su pañuelo que había enjugado  sin sensiblerías el sudor y la sangre de innumerables batallas parecía insuficiente en aquel caso y la desesperación lo invadió.

A Manlia se le había hecho  costoso vencer al miedo y  mientras deslizaba el pugio de forma torpe para abrir la carne imploró  que cesase el dolor y la  desesperanza por el repudio de su esposo. Cuando la sangre empezó a manar la debilidad creciente que precedía a la expiración pareció mitigar el sufrimiento y casi al borde de la inconsciencia sintió por primera vez en largo tiempo una súbita calma.

-- Padre…susurró

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