Sin sentimientos

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Cada vez que  Adriático pensaba en su esposa le venía a la memoria el poema de Cátulo que decía:

 ” Tan enredada está mi razón, mi Lesbia, que por tu culpa y por seguirte está perdida, que ya no podré volver a estimarte por muy bien que te portes, ni por muy mal que te portes dejaré de quererte”.

Su matrimonio fue una imposición paterna que aceptó de buen grado en cuanto  conoció a la dama que le estaba destinada. Era hermosa y femenina, el tipo de mujer  que nunca levantaba la voz ni contradecía a un hombre y que fascinaba a todo el que la mirase por su candor. De familia influyente, aportó una gran dote a su  boda y le entregó la flor más preciada en la primera noche pasada en su lecho, lo que a él le llenó aún más de agrado.

Aula, hija del general Aulo Plaucio, parecía entender a la perfección su alma de militar y, atrapado por su mezcla de sumisión y lascivia, sentía desde el principio la necesidad constante de yacer con ella. Aunque siempre había creído como el filósofo que el amor era un estado para  tontos, ella había apresado su corazón, y entre ellos todo parecía inquebrantable hasta que las armas lo reclamaron y tuvo que marchar a Britania. Adriático, ocupado en interminables batallas, no supo lo que era perder la quietud hasta que recibió turbadoras noticias de su padre advirtiéndole desde Roma que, en su ausencia, su esposa estaba frecuentando el negocio de  un reputado lanista. Enajenado por la sola insinuación, sin considerar que le tomarían como un desertor, marchó para arreglar sus asuntos a la capital del Imperio. Tuvo que ser su fiel amigo  Catonio quien le cubrió durante su irrazonable ausencia.

 A penas recordaba por donde transitó durante aquel viaje pues su mente sólo la ocupaba aquel infame rumor que lo torturaba. A su llegada a las inmediaciones de la villa, Sexto Adriático esperó al informador de su padre y ambos siguieron a Aula, que marchaba, siempre pretextando unas compras, hasta la domus del lanista. Allí, el pretoriano, tras pagar una buena bolsa de sestercios haciéndose pasar por un disoluto al que le gustaba observar, fue  testigo de cómo su idolatrada esposa oculta tras una máscara gozaba de ser cabalgada por un joven y emergente gladiador. Volvió de inmediato a Britania, pero ya no era el mismo que se fue. Si todos los esposos matasen a sus esposas infieles no quedarían matronas en Roma, había sentenciado su amigo Catonio, intentando restar importancia a unos hechos que eran de lo más habituales. Adriático intentó permanecer en la guarnición de Britania pues ya nada justificaba su vuelta, pero Catonio reclamó su regreso a Roma.  Calígula había sido asesinado y su amigo, recién nombrado jefe de la guardia Pretoriana,le había ascendido a tribuno . Adriático de nuevo en su villa romana tomó las riendas de la vida familiar con frialdad militar, y así pasaron las calendas, hasta que otra vez Justo Catonio decidió sobre su vida y le destinó a Baetulo.

La esclava indicó ceremoniosa a Sexto Adriático que la domina lo esperaba en la sala de baño. Sin duda su esposa era la perfecta matrona, había abierto aquella misma semana su nueva domus en Barcino  y ya todo lucía decorado con gran esplendor. El pretoriano recorrió pausadamente el atrio hasta llegar al vestidor separado de  la sala de baño por una cortina que cerrada le otorgaba la privacidad necesaria. Aula había hecho construir aquel ostentoso baño,  pavimentado con ricos mosaicos que representaban pequeñas estrellas de mar, como condición indispensable para trasladarse a Barcino. En el fondo sólo era un desafío absurdo con la esperanza de que él se negaría, lo que la liberaría de sufrir el castigo de su indiferencia, pero Adriático aceptó.

El tribuno se detuvo  y observó oculto tras la cortina,  una esclava vertía fragancias en el agua mientras Aula descendía  los escalones lentamente. Esta se sentó frente al cortinaje y despidió a la esclava. Tomó un pequeño trozo de jabón perfumado con mil flores y empezó a frotarlo suavemente entre sus manos.  El agua dejaba a la vista sus senos y jugaba con ellos humedeciéndolos un poco más con cada movimiento. Adriático  ante aquella visión sintió como el calor lo invadía hasta hacer su excitación evidente. Aula se recostó para deslizar su mano enjabonada por todo cuerpo extendiendo la esencia con sensuales movimientos. Se detuvo especialmente en los senos, un instante después descendió  entreabriendo sus piernas para deslizar los dedos entre ellas  y acariciar  su sexo de forma pausada, un ligero gemido brotó de sus carnosos labios.

-- Sabes perfectamente que estoy aquí, Adriático se dejó ver tras la cortina con aire indiferente. Aula alzó la mirada y sonrió con cierto aire malicioso.

-- Te ha gustado lo que has visto? Él avanzó por la sala, inmersa en un perfume casi asfixiante, y al llegar junto a ella se arrodilló. Sonrió, pero su gesto era severo, la tomo por el pelo y tiró de él fuertemente, ella se rebeló intentando que la soltase.

-- No juegues conmigo, sabes que no te sirve de nada. Ya tienes el maldito baño... Has conseguido lo que yo te pedí?. Aula negó con la cabeza,  él la soltó y  se incorporó. Adriático la contempló mientras ella se envolvía, visiblemente contrariada, con una túnica.

-- Querida,  cuánto tiempo se puede tardar en escoger una mujer para que comparta mi lecho? Quiero que me veas gozar...

-- Pero me tienes a mi …antes era suficiente. Ella lo miró suplicante.

--Que lejos queda eso... Ya no podría tocarte sin sentir repugnancia. Dijo Adriático mientras abandonaba la estancia.

Ella se derrumbó y empezó a llorar amargamente, su  esclava se acercó y la ayudó a incorporarse, la romana al sentir su contacto reaccionó presa de la ira  y la empujó haciéndola caer al baño. Sin preocuparse de su acción Aula salió como una exhalación de la estancia.

El PraetorianiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora