El deber cumplido

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Sexto Adriático nunca antes se había cuestionado cómo se podía asesinar  a dos ciudadanos a primera hora y comer en un banquete a la hora de la cena como si no hubiese pasado nada. Su esencia de soldado no le permitía tener  mala conciencia, pero en aquella ocasión todo parecía extrañamente inconcluso. Reclinado en el agradable triclinium de la domus del gobernador provincial, que había venido especialmente de Tarraco para finiquitar el caso, relató el informe de la intervención en la Villae de los Minicio. En el recuento final constaban: el ciudadano romano Tito Minicio y su nuera Manlia Domitia, ambos ajusticiados, y 8 esclavos también pasados a cuchillo. La villae había sido incendiada y entregadas las tierras por orden imperial  a su vecino Cayo Escauro también viñatero.

 Adriático miró al hombre de Roma, consumido por la flaqueza de la vejez que acentuaba más su nariz aguileña, este tomó el documento sin gran interés para dárselo a su liberto y continuó saboreando una vulva de cerda virgen con condimentum, la grasa se deslizaba desde su barbilla hasta detenerse gota a gota sobre la toga.  Un esclavo reclamó la atención de Sexto Adriático presentando una bandeja repleta de muslos de flamenco asados y aderezados con ciruelas, la cabeza y el cuello del ave que conservaba todo su plumaje  rosado  presidían la fuente,  tomó uno de los zancos pero no lo mordió. En su mente todavía rondaba la imagen de la mujer de Minicio, a la que reconoció, entre todos los cuerpos apilados, por los restos del manto que el mismo había atado a su cintura. Nada agrada más a los dioses que sorprendernos, pensó. Intentó apaciguarse y mordisqueó el muslo de flamenco, la carne jugosa de deshizo en su boca.

 Toda la curia política de Barcino reía y parloteaba sin parar, seguramente, con la lengua ya suelta por el vino. Eran más de veinte funcionarios, muchos de ellos gordos e insustanciales, alejados de Roma por todo tipo de sentencias degradadoras, que  no aspiraban ya a más que  languidecer para siempre en provincias. Tras los consabidos músicos y el baile de las esclavas  los miembros del consejo de la ciudad se habían ido retirando.

 Se había hecho tarde y el banquete tocaba a su fin. El legado de Roma, del cual era invitado, hizo un gesto a Adriático para que le siguiese hasta el cubiculum que le tenía destinado. Adriático pensó en excusarse, pero sabía que no le serviría de nada. El gobernador se detuvo frente a una de las puertas  del atrio y le incitó, completamente achispado, a abrirla.  Al traspasar el umbral  el pretoriano pudo ver en el centro de la estancia, en dos reclinatorios ricamente cubiertos, a tres mujeres. Adriático interrogó con una mirada al gobernador, este le sonrió.

 -- Es un obsequio del Imperio por haber cumplido tu cometido.

 Sexto Adriático contempló a las tres mujeres, todas llevaban pelucas rubias con peinados imposibles repletos de rizos elevados a modo de corona, sus caras pintadas,  simulando palidez, lapidaban  a sus labios rojos, pero fueron sus sonrisas llenas de dientes, que delataban que aún estaban sanas, y sus ropas, que a cada movimiento dejaban entrever sus excitantes encantos, lo que más pesó en su decisión.

 -- No creo merecer este regalo.. dijo susurrando..

-- Vamos pretoriano todo el mundo sabe que adoras las bacanales privadas con varias hembras, es cierto lo de las ocho vírgenes de Pompeya?

-- Son rumores... Adriático se pasó la mano por el pelo y medio sonrió, pensó en matar a su lugarteniente. Empezó a desatarse la coraza.

-- Deléitate, yo también lo haré. El gobernador hizo una mueca a modo de sonrisa.

 Adriático se sentó junto a las meretrices y estas lo rodearon solícitas. El viejo romano se alejó, para tomar asiento en su silla curul, desde  la oscuridad que lo amparaba tenía una vista privilegiada de los triclinios. Nada atraía más a Publio Silio, cuyo cuerpo había perdido hacía años la prestancia y la fogosidad de la juventud, que ver  a un soldado atlético y esforzado colmar la húmeda copa de varias mujeres ardientes.

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