Lo inesperado

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El cielo se pintaba azul, casi sin nubes, aquella mañana en Baetulo. La Vilae de los Minicio aún no había despertado salvo en la cocina, donde la esclava Trajana preparaba el desayuno a su señor, huevos, queso,  miel y galletas siempre estaban a punto antes de que el octogenario Titus Minicio se  levantase y fuese  a  comprobar el estado de las viñas, como era su costumbre.

  Un rumor de cascos llevó a volverse a la anciana aunque no con especial inquietud, pues  hacía tiempo que  provincia estaba pacificada, no vio nada raro desde la ventana y pensó en Orestes el impaciente caballo de su amo, seguramente había vuelto a escaparse.  Iba a retornar a sus quehaceres cuando sintió que alguien la tomaba con fuerza por la espalda para taparle la boca al tiempo que deslizaba, con la destreza de la experiencia, un afilado pugio que seccionó su garganta, la sangre que manaba del corte a borbotones empezó a ahogarla y la mujer, agonizante, cayó de rodillas. Tras la esclava  y su verdugo la joven  Iria que acababa de entrar y había visto toda la escena arrojó  los cubos de agua mientras lanzaba un grito de estupor. Eso puso en guardia a toda la casa, el sigilo ya no servía de nada a los asesinos.

 El ruido de voces y objetos que se estrellaban contra el suelo despertó a Manlia Domitia. Tomó su manto y entreabrió la puerta al punto de ver como un soldado arrastraba por el pelo a su esclavo, apenas un niño, que ensangrentado se revolvía aterrorizado. Alguien empujó la puerta y ella intentó ocultarse detrás, su respiración se aceleró mientras el soldado que intentaba entrar le ordenaba autoritario que saliese. De forma instintiva se tapó la cabeza con el manto y  se mostró quedamente.

 --Eres  la esposa  de Lucio Minicio?—dijo el soldado con voz imperativa, ella asintió sin atreverse a mirarlo.

 La tomó enérgicamente por el brazo y la mantuvo a su lado, al tiempo que lo removía todo por el cuarto, apartando las cosas a manotazos como si buscase algo importante. Luego, a empujones,  continuaron en iguales condiciones por dos estancias más hasta que llegaron a la despensa junto a la cocina. Allí, el pretoriano,  descolgó un pellejo de vino  y sin mediar palabra le levantó la túnica  mientras ella lo miraba sin entender.  Manlia intentó echarse atrás pero él no lo permitió y le indicó con un gesto que sostuviese  el odre sobre su vientre desnudo, volviendo a deslizar la túnica. Luego, sin miramientos, le quitó el manto, dejando al descubierto su pelo castaño recogido en dos trenzas bajas,  y se lo anudó a la cintura dejando bien sujeta la bota de vino y, acto seguido como si lo que acababa de hacer tuviese algún propósito coherente, se dirigió a la despensa y comenzó a arrasar todo  lo que había en los estantes con furia renovada.

 Manlia perdió la compostura y arrancó a llorar, él sudaba bajo la coraza y el yelmo pero no cesó en aquel afán destructivo. Con todas las gavetas ya vacías las apartó y vio una portezuela.

-- Aquí está, --dijo entre dientes--,  siempre hay una… A dónde lleva esta puerta? Adriático clavó en la matrona sus ojos verdes intuyendo que seguramente iba a mentirle.

 -- ...Son los silos, acertó a decir ella con un hilo de voz entrecortada por el llanto.

 -- En ese lugar hay otra salida?-- Ella asintió gimoteando — Oh, por todos los dioses!!.. deja de sollozar mujer ..--gritó-- no me gusta nada que me lloriqueen las matronas…y  toooodas invariablemente lo hacéis. Manlia se quedó atónita y dejó de llorar.

El PraetorianiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora