La noche de las luciérnagas

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    La pesadilla la despertó. Ya era por la mañana y la luz del sol comenzaba a asomarse por el marco de la ventana en su choza de arcilla y ramas de árboles. Se desperezó y se levantó. Se puso la ropa que tenía al lado: una falda marrón de cuero que le llegaba por encima de las rodillas y una blusa del mismo color, hecha de fibras. También se calzó sus botas de cuero y salió de su casa. Afuera, aún se veía el humo que quedaba de la hoguera en la zona cercana a su casa. Ella era una joven delgada, de cabello largo y negro, con ojos de un café oscuro y piel morena.

    Debía hablar con el anciano de la aldea para pedirle información sobre la búsqueda de su hermano. Hacía tres días que había salido a cazar y no había vuelto a casa. Al día siguiente de su desaparición, el anciano envió a un grupo de cazadores en su búsqueda. Durante los últimos dos días, no habían encontrado rastro alguno de su hermano. El problema con la búsqueda era que solo la llevaban a cabo durante el día y al caer la tarde los cazadores regresaban a la aldea, pues todos temían la noche en la ciénaga y aquellos que no le temían tampoco eran tan imprudentes como para aventurarse por su cuenta.

    Mientras se dirigía a la choza del anciano, pasó por el montículo de brasas que antes había sido la gran hoguera de la aldea.

    —Siempre debe haber una luz durante la noche, así alejamos a los Azodores y a cosas aún más terribles que salen a cazar hombres en la oscuridad —le había contado su abuela materna cuando aún era una niña—. Por eso, la luz de la hoguera nos protege.

    —¿Qué son los Azodores, abuela? —preguntó ella con curiosidad.

    —Son seres de la oscuridad, demonios de la noche que salen a devorar a todo aquel incauto que se atreva a recorrer la ciénaga sin luz —las palabras de su abuela habían sembrado en ella el temor a la noche desde entonces.

    <<Si mi abuela aún viviera, nunca habría permitido que Inkko saliera a cazar tan tarde —pensó con amargura>>. Su abuela había sido quien los crió desde pequeños, y tras su fallecimiento hacía unos años, su hermano mayor, Inkko, se había hecho cargo de ella y la había cuidado desde entonces.

    Al llegar a la choza del anciano, vio la puerta abierta y llamó para que le permitiera entrar.

    —Pasa, pequeña Iri —dijo el anciano con voz cansada.

    Entró en la choza, que era el doble de grande que la suya, que compartía con su hermano. La choza del anciano estaba repleta de adornos de cuero, pieles de animales de la ciénaga y una alfombra de piel de dragón de pantano. Aquello resultaba desagradable a la vista de Iri, le causaba miedo y rechazo: eran escamas verdes y duras que emergían de una gran cabeza alargada, sin labios y con una boca llena de dientes afilados.

    El anciano la invitó a sentarse en una pequeña silla hecha de madera de ciprés y tejida con hojas de lirios. Tomó asiento y observó al anciano, que rebuscaba en un plato hondo de arcilla con dibujos de árboles y animales. El anciano llevaba una larga bata blanca con dibujos de tigres de pantano y hombres cazándolos. Múltiples collares con cuentas de todos los colores adornaban su cuello. Su cabello era completamente blanco y su rostro estaba lleno de arrugas, lo que le daba un aspecto recio y, al mismo tiempo, sabio.

    —Aquí está —dijo el anciano, sacando del plato hondo un tubo de madera negra—. Esto ayuda a mantener la concentración —introdujo una hierba que parecía musgo viejo en el hueco del tubo de madera—, ahora solo me falta encenderlo —dijo mientras rebuscaba nuevamente en el plato hondo. Extrajo un pedazo de piedra negra y tomó otra piedra sencilla. Comenzó a chocar la piedra sencilla contra la piedra negra pegada en la punta del tubo de madera junto con la hierba.

    —¿Eso es una piedra de fuego? —preguntó Iri, observando cómo las piedras chocaban y generaban chispas.

    —Es mi tesoro más preciado —respondió el anciano. El fuego comenzó a arder en la punta del tubo de madera y lo apagó rápidamente, haciendo que solo saliera humo del tubo.

La ciénagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora