La anciana

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    Sus pensamientos se despertaron primero. Todo estaba oscuro, y su cuerpo se sentía extrañamente relajado y sin dolor. Parecía un sueño, pero sabía que no lo estaba. Podía oír algún ruido a lo lejos.

    <<Es relajante estar muerta —pensó—. Pero no estoy muerta —se tocó el brazo y lo sintió>>.

    Se sentía cómoda donde estaba. Algo debajo de ella era suave, y sobre ella había una cobija.

    <<¿Dónde estoy? —se preguntó>>.

    Abrió los ojos lentamente. Había poca luz y su visión estaba borrosa. Cuando sus ojos se acostumbraron de nuevo a ver, lo que la rodeaba era extraño. Era una habitación oscura, pero no era una choza. La habitación estaba construida completamente de madera oscura. Había una pequeña ventana por donde entraba una luz crepuscular, pero no distinguía qué había afuera aparte de unas ramas. Se dio cuenta de que la escasa luz en la habitación provenía de dos velas completamente negras. Su luz era pálida y tenue, con un matiz azulado. Parecía que llevaban mucho tiempo encendidas, ya que la cera derretida era más abundante que las propias velas. Había algunos artefactos raros colgados en las paredes, collares hechos con huesos, figuras hechas con hojas y ramas. La puerta de la habitación estaba cerrada y apenas se distinguía de las paredes.

    Iri se quitó la cobija. Era extraña. La cama era la más suave en la que había dormido jamás. Cuando bajó los pies, las tablas del suelo sonaron con el peso de Iri. Ella se asustó, sin saber dónde estaba. No quería llamar la atención de quien la tuviera allí. Estaba completamente desnuda, no tenía su ropa a mano. Usar la cobija para taparse la haría torpe en caso de tener que huir. Cuando se tocó el brazo donde el ser le había arrancado un pedazo de carne, al menos según recordaba, estaba sanado. Sentía una marca, unos surcos: eran las cicatrices del ataque. Pero su brazo estaba completo; todo le parecía tan irreal.

    Con pasos suaves se acercó a la puerta. La tomó de la agarradera y la jaló hacia ella. La puerta se abrió con un chirrido. Iri se detuvo. Si seguía abriendo la puerta tan rápido, el ruido la delataría. Lo hizo más despacio, hasta que la puerta estaba lo suficientemente abierta. Asomó la cabeza y vio un largo pasillo que se extendía de lado a lado. Había una tenue luz crepuscular en todo el pasillo. No se escuchaba nada, parecía que estaba sola.

    —Hola, Iri —dijo una voz tras ella.

    Iri se llenó de terror. Se dio la vuelta y ahí estaba la anciana, en un rincón oscuro de la habitación, con sus ojos oscuros y la boca negra. Vestida completamente de negro. Iri, sin pensarlo demasiado tiempo, salió corriendo de la habitación en dirección de donde venía la luz crepuscular.

    —No huyas —decía la voz que resonaba por todos lados.

    Llegó al final del pasillo y doblando a la izquierda, vio una pequeña ventana sobre una puerta. Iri intentó abrir la puerta, pero estaba atascada. La desesperación la invadió.

    —¡Ábrete! —gritó, dando una patada contra la puerta. Pero no se abrió.

    —No tienes nada que temer —dijo la anciana. Estaba detrás de Iri.

    Iri se dio la vuelta, llena de desesperación, quedando de espaldas contra la puerta cerrada.

    —Déjame ir —dijo Iri en voz baja.

    —Pronto podrás irte —respondió la anciana —. Pero primero tienes que escucharme.

    —¿Dónde estamos? —preguntó Iri con desconfianza.

    —A salvo en mi casa —respondió la anciana. Dio pasos acercándose a Iri.

    —¿Es el árbol con la casa abajo? —preguntó Iri.

La ciénagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora