Epílogo

9 1 0
                                    

    —Mamá, ¿ya han regresado? —preguntó Hikkani, mientras tomaba a su madre por el brazo para que le prestara atención.

    Su madre, junto con varios habitantes de la aldea, miraban en dirección al camino que se abría entre los árboles llenos de enredaderas. La niña no entendía qué era lo que tanto llamaba la atención de su madre y los demás.

    —No —respondió la madre en voz baja, sin dejar de mirar en dirección del camino.

    Hacía más de dos meses que el grupo de cazadores de almas había salido en busca de la anciana a la que llamaban Madre, pues llevaban tiempo sin saber de ella. No contestaba a sus ruegos ni oraciones, y tampoco lo hacía el dios Tealdir. Temían que los hubieran abandonado en manos de los sacerdotes oscuros y los terribles Azodores. Desde las mismas fechas en que la anciana había dejado de visitarles, las noches se habían hecho más tranquilas, a pesar de las fuertes tormentas que se habían desatado. Los días también se habían vuelto más lluviosos, y las nubes ocultaban el sol todo el tiempo.

    —¿Entonces qué miran? —preguntó Hikkani con curiosidad.

    —Un grupo llegó hace un par de minutos y dijo que algo oscuro se acercaba a la aldea —respondió su madre. Aquello causó escalofríos a Hikkani—. Ve a la choza y no salgas.

    La niña obedeció a su madre, dio la vuelta y se dirigió a su choza. Se quedó dentro durante un par de horas; los murmullos afuera se hacían cada vez más intensos, parecía que más gente se había congregado para mirar el camino.

    —Están muertos —dijo la voz de un anciano a lo lejos. Aquello preocupó a Hikkani, ya que su padre formaba parte del grupo de cazadores de almas, un hombre alto y fuerte, de piel morena y ojos negros. Aquellos ojos que ella había heredado.

    Hikkani salió de nuevo de su choza; apenas abriendo la puerta, se encontró con cientos de aldeanos reunidos frente a ella. Todos mirando en dirección al camino y murmurando sobre cómo la Madre había hecho desaparecer a sus criaturas.

    Hikkani siempre había tenido miedo de aquellas criaturas, nunca las había visto, pero sabía lo que eran. Su padre le había contado cómo se convertían las personas a las que cazaban para la Madre. Aquella anciana los protegía de los seres infernales que acechaban en las noches, siervos del dios Dhuros. Pero esa protección tenía un precio: el ofrecimiento de almas para la creación de fieles del dios Tealdir.

    —Somos un pueblo libre —dijo su padre—, y todo gracias al dios Tealdir y nuestra Madre. Ojalá que hubieras nacido con la determinación de servir a la Madre —al inicio, su padre quería que cuando ella creciera, formara parte de los cazadores de almas. Pero pronto había comprendido que la niña no estaba hecha para ese servicio.

    Hikkani era una niña de nueve años, muy delgada y asustadiza. Su padre siempre decía que tenía más cabello que valor, ya que su cabello negro le llegaba hasta la cintura, siempre en una trenza. Aunque su padre nunca se lo hubiera mencionado, estaba segura de que habría preferido tener un hijo en vez de una hija. Pero eso no significaba que su padre no la amara; él siempre se había mostrado amoroso con ella. Cuando pasó el tiempo y el grupo de cazadores de almas no regresó, se preocupó y lloró durante semanas, hasta que otro grupo salió en su búsqueda. Pero tampoco ese grupo había vuelto.

    Buscó a su madre entre tantas personas, pero no pudo llegar hasta donde la había visto antes; la multitud apretujada no se lo permitía.

    —No son Azodores, esas cosas tampoco son las criaturas de la Madre —decía una mujer a otra—. Son diferentes, estas cosas son grandes según lo que dijo uno de los heridos.

La ciénagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora