El día posterior a la primera lluvia del Edén, Crowley fue enviado al acecho de Adán y de su estirpe.
Adán tuvo tres hijos, uno de ellos el primer asesino; Caín, marcado por la divinidad tras derramar la sangre de su hermano, que huyó llevando la espada de su padre.
El proscrito fue acogido en una tribu; una tribu que miraba su espada con tal codicia que, a yunque y fuego, logró ser la primera en moldear el hierro para intentar replicarla.
La espada extraía lo mejor y lo peor de los hombres.
Pasaron generaciones y, de nuevo, volvió a ser robada. Nunca se identificó al culpable; pero se susurraba que aquella gloriosa herramienta, tan custodiada, solo había podido ser sustraída por demonios.
La espada reaparecería enarbolada por Guerra, una de las jinetes de los últimos días.
La primera vez que Crowley habló con Azirafel no era realmente la primera vez que le tenía frente a él.
El demonio había sido testigo de cómo el Principado custodiaba los dos árboles intocables: el de la Vida y el del Conocimiento del bien y del mal.
Pero también había visto antes esa mirada y esa espada. Antes de la Tierra, antes del Tiempo, en la Gran Guerra de ángeles y demonios.
En la Gran Guerra no habitaban réplicas de cuerpos humanos. Los humanos no existían. Àngeles y demonios combatieron con su forma original, con rasgos inasibles a los sentidos.
Pero esa espada era única, una joya, un privilegio. Tan única que, en el fragor de la batalla, hubiera podido eliminar a cualquier etéreo.
Azirafel no llegó a desenvainarla. El Principado demostró la insólita habilidad de correr de un lado a otro y simular hacer mucho cuando en realidad no hacía nada. Al menos, nada que hiriera o matara a otro, demonio o no .
El ángel no memorizó el aspecto de aquel demonio; era uno como tantos otros a los que evitó atacar... pero Crowley quiso recordar para siempre a aquel contendiente tan extraño que rehusó desde el principio empuñar su espada contra él.
No le sorprendió que este ángel acabara siendo el mismo idiota que, con una brújula moral propia, desafió la voluntad divina solo por ser amable con unos humanos insignificantes.
En aquel tiempo el demonio todavía no podía pensar o hablar de amor.
Solo sabía que el Cielo no podía recuperar aquella espada; pues revelaría el delito de Azirafel. Tampoco el infierno; pues el rumor de una espada angelical en el lado oscuro volaría tan o más rápido que en el primer caso, implicando un castigo. Pensó en intentar recuperarla para el ángel pero tenía la certeza interior, aún sin conocerle, de que, a pesar de todos sus miedos, el ángel jamás aceptaría de vuelta aquel regalo, puesto que al desprenderse de la espada se había deshecho de toda tentación de matar.
Ahora los humanos podían elegir entre el bien y el mal; aunque no probaron de la fruta que les hubiera concedido la vida eterna. Más allá de lo que les pasara después, elegir no les privaría de ser humanos. No como los ángeles; una elección en falso y renunciaban eternamente a su condición angelical. No como los demonios; a los que la sola posibilidad de plantearse el bien podría suponerles la destrucción.
Crowley no quería que Azifarel muriera. No quería que la Tierra perdiera al protector que no quiso dejar a una joven familia desarmada a expensas de las fieras.
Y, sobre todo, no quería perder la esperanza de volver a verle; por lo que evitó que nadie del Cielo o del Infierno se hiciera con la espada flamígera. Y lo logró; Guerra, su última dueña, no es un ángel o un demonio, sino una hija del odio de la Humanidad por la Humanidad.
Así el ser humano vivió su historia en conflicto y así los caminos de nuestros inefables continuaron cruzándose durante 6000 años.