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Regresamos a Snowshill pasada la medianoche. Mis padres ni si quiera se molestaron en esperarme, pero al menos habían dejado la puerta principal sin pasador para que pudiéramos entrar. Blackburn había dicho que elegiría un hostal para pasar la noche y evitar problemas con mi padre, pero lo obligué a acompañarme. Cada uno se fue a su respectivo dormitorio a hurtadillas. Me despojé de la ropa y elegí el pijama más suave para dormir. Logré conciliar el sueño rápidamente, pero luego de unas horas, desperté y fue gracias a una sensación de calidez abrasante y estremecedora en mi espalda. Me moví un poco para girar sobre mi eje, pero sentí un brazo alrededor de mi cintura. Entorné los ojos, alarmada, y estuve a punto de gritar, cuando de repente, escuché su voz.

—Soy yo, Cereza de Otoño, no te asustes—susurró en mi oreja y su brazo tiró de mí hacia él. En mi espalda sentí la calidez de su pecho nuevamente. Y me percaté que mi cabeza estaba descansando sobre su otro brazo. Me tensé.

—¿Qué haces aquí? —quise saber, con voz increíblemente baja.

—Durmiendo contigo, ¿no es obvio? —su aliento acarició mi cuello.

—Lo sé—repuse—pero, ¿por qué estás en mi cama y a qué hora entraste?

—Esperé una hora desde que volvimos y como los ronquidos de tu padre no me dejaban dormir, busqué alojamiento contigo, ¿te molesta? —su dedo pulgar empezó a acariciarme el abdomen por encima del pijama.

—Debiste comentarme antes y te habría dejado entrar desde el principio—me tembló la voz.

—Tampoco podía ser tan cretino de pedírtelo así sin más y, además, sabía que dirías que no, aunque digas lo contrario—bromeó.

Aquello me hizo reprimir una sonrisa. Era muy astuto.

—Solo por esta vez—arribé, con los párpados pesados—no tengo fuerzas para echarte de mi habitación.

Al día siguiente, él ya no estaba conmigo. Alcancé a escuchar su voz en la sala y palidecí. Fue interesante que, a juzgar por la conversación animada que mantenía con mi padre, deduje que había vuelto a ganárselo. Antes de salir a afrontarlos, fui al sanitario y luego fui directo al comedor, en donde un delicioso desayuno, digno de todo ciudadano de Reino Unido, me esperaba.

—De que termines de desayunar, ve a ayudarle a Black con la nieve—me ordenó mi padre y asentí. Quise preguntar por qué Jake no vino a casa esta mañana, pero seguramente se debía a lo de ayer. Y comprendía su decisión.

Afuera, la espalda de Blackburn, enfundada con una sudadera holgada roja y un gorro negro, pertenecientes a mi hermano, se alcanzaba a ver desde la ventana. Estaba limpiando a diestra y siniestra la nieve de la entrada y de la acera completa. Tenía la nariz y mejillas enrojecidas por el frío. Había amanecido helado.

Terminé rápidamente y me cambié. Busqué mis antiguas botas de nieve y salí a ayudarlo.

—¿Cómo amaneciste? —me preguntó con toda la intención. Ni si quiera estaba mirándome, pero traté de mantenerme tranquila.

—Excelente, ¿y tú? —agarré la otra pala de nieve y comencé a moverla.

—Tu cama es más cómoda que la de Atwood—comentó y le lancé una bola de nieve. Él volteó a verme con una media sonrisa—solo estoy siendo sincero.

—Solo estás fastidiándome—aguijoneé, moviendo la nieve con furia para evitar que mi rostro avergonzado se mirase.

—Vas a lastimarte si lo haces de esa manera.

Lo ignoré y seguí removiendo la nieve con incertidumbre. Y para mi mala suerte, él tuvo razón. Resbalé y caí justamente sobre el borde de una barda vieja de alambre de púas que mi padre había sacado a tirar porque tenía tiempo que había comenzado a oxidarse. Me golpeé la frente y sentí un ardor insoportable del metal oxidado incrustarse en mi piel. No obstante, pudo ser peor puesto que Blackburn logró agarrarme del brazo antes de que el resto de mi cara terminara desfigurada. Algo húmedo y caliente se deslizó sobre mi nariz y aterrizó en la nieve en forma de gotas. Sangre.

Ephemeral Darkness ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora