RENACE - 6

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Sirvienta

La casa, de madera negra, tenía techos altos y majestuosas ventanas. Cuando Ruth, viuda de Mithel Larson, entró, quedó asombrada. Se sentía ajena a ese lugar, y sus piernas empezaban a flaquear, pero mantuvo una postura firme y una mirada resuelta.

—¡Ruth! —llamó una voz desde fuera de la habitación—. ¿Cómo te encuentras?

Un grupo de sirvientas observaba al hombre, vestido con armadura y una enorme espada en la espalda: Lou, un viejo amigo de su esposo. Él extendió su mano en saludo, pero Ruth inclinó la cabeza. Lou intentó hablar, pero su voz se quebró y las palabras se quedaron atrapadas.

—Gracias por invitarnos al cumpleaños de su hermano, señor —dijo ella—. ¿Debería compensarlo por esto?

Lou negó con la cabeza.

—No es necesario. Aprovecha esta oportunidad. Esfuérzate por Mit. John es un buen hombre. Si le explico la situación, podrá contratarte. De hecho, voy a hablarle ahora...

Ella lo interrumpió, tirando suavemente de su chaleco.

—Por favor, no lo haga. Quiero probarme a mí misma. Debo demostrarlo.

Lou no respondió. Minutos después, salió de la habitación.

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Historia Para El Futuro

Años atrás, la joven Ruth abandonó sus sueños de ser sacerdotisa. Obligada a estudiar en la academia Vanesa & Xelf, se preparaba para servir a la familia real de Lunin. A los diecisiete años, fue asignada al príncipe Areon de Lullin, el séptimo heredero de la corona. Estaba abandonando el infierno y a punto de tocar el cielo. Qué optimista era.

Solo duró tres meses. Era demasiado joven para el trabajo. Areon tuvo que intervenir para evitar su despido inmediato, llevándola a su harem. Su nueva vida allí parecía absurda. Ser parte del harem era insultante después de haber dedicado su vida al servicio real. Más insultante aún era que ni siquiera la veían como un objeto ni como compañera sexual. Apenas le dirigían la palabra o la buscaban. Con el tiempo, Ruth pensó en terminar con todo. Los días se desvanecían en tardes y las tardes en noches silenciosas. Su único consuelo era limpiar los pasillos y perderse en los jardines, donde podía estar sola con sus pensamientos.

Un día, se encontró con un grupo de aventureros. No más de cuatro. Hablaban con el rey, mientras ella observaba desde la distancia. Uno de ellos, un espadachín, notó su mirada y se acercó con una sonrisa.

—¿Qué hace una dama tan bella sola en estos jardines?.

Ruth se sobresaltó, pero luego se calmó y respondió:

—Solo disfruto del aire y de mi soledad, aunque parece que ya no estoy sola —respondió, esbozando una sonrisa.

El espadachín se rascó la oreja colorada y sonrió.

—Perdón si interrumpí tu paz, pero no pude evitar notar tu expresión.

Ruth lo observó detenidamente. Su ropa, cabello y rostro estaban cubiertos de barro.

—No cabe duda, serías mejor aventurero si te cuidaras a ti mismo como cuidas tu espada —las palabras se le escaparon de la boca.

El chico rio y asintió.

—Tienes razón, lo tendré en cuenta. Nos vemos por aquí, ¿sí? —se despidió, agachando la cabeza antes de regresar con sus compañeros.

Con el tiempo, se encontraban en los jardines. Mithel, como se llamaba, le contaba historias de sus viajes y le enseñaba artes de esgrima. Ruth solo lo escuchaba y lo limpiaba. Meses pasaron así. Su relación no era una simple amistad; siempre encontraban tiempo y espacio para verse. Parecían estar más vivos, como si sus mundos cobraran sentido.

Con el tiempo, el rubor coloreaba sus rostros y evitaban mirarse a los ojos. Antes de que lo supieran, comenzaron a preocuparse más el uno por el otro que por ellos mismos. No podían ignorar lo que sentían. Nada tenía sentido. El amor no lo tiene.

Un día, Ruth no pudo contenerse más. Al besarlo, sus manos temblaban y sentía que el pecho le estallaría. No había necesidad de palabras; ambos sabían la respuesta.

Pero, la tragedia la acechaba. Una concubina los vio. No solía caminar por esos lares, pero ese día lo hizo tratando de cambiar aires. Al verlos, corrió a informar al príncipe. Este no dijo nada, solo dio media vuelta y desapareció por los pasillos. Esa misma noche, cuando Ruth se disponía a descansar en su habitación, vio las sombras de lanzas y espadas a través de la cristalera de la puerta. Sin titubear, saltó por la ventana.

Antes del amanecer, ya se había deslizado fuera de los muros de la ciudad y se adentraba en las montañas. Vestía lo mismo de la noche anterior, con el invierno cercano y las tropas cazándola, pero no dejó de caminar.

Vamos al Este...

Continuará...

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