Despedida

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El mundo parece detenerse e ir en cámara lenta, los minutos parecen horas para Carlos, quien se queda inmóvil y perdido hasta que la multitud comienza a empujarle al estrado en respuesta a los gritos de la diva del capitolio, los cuales él no escucha ya que el llanto de su madre parece estar en primer plano.

Ahora no es solo Carlos, un pescador pobre del muelle del distrito 4, sino el tributo masculino de los 64 Juegos del hambre.

De repente es rodeado por los agentes de la paz, que apenas le permiten ver por donde pisa, y no se le separan hasta que se encuentra en el escenario, desde donde mira un mundo al que ahora ya no pertenece. Mira las lágrimas de su padre caer por sus mejillas, mientras Blanca trata de consolar a su madre a quien él no se atreve a mirar de frente, sintiéndose culpable por causarle ese dolor aunque no hay modo de que lo sea. Esta tan perdido que ni siquiera nota cuando eligen a la pobre chica que lo acompañará hasta que otros gritos de dolor lo sacan de sus pensamientos, ya que contrario a él que se había quedado sin palabras, la pobre niña grita y patalea tratando de que no la lleven hasta ahí. No debe tener mas de 15 años, aunque no logra identificarla ya que le llevan dentro del edificio de administración, donde le encierran en una oficina vacía que se siente exactamente así, vacía. Sin emoción, como un espacio fuera de la realidad. Incluso han dejado la ventana abierta, seguros de que él no va a escapar, lo cual ni siquiera piensa en intentar, no está loco. Si él ya tiene una condena a muerte, no va a poner una sobre su familia.

Lo único que puede hacer por ahora es despedirse de ellos, que es por lo que le han traído aquí, aunque no está seguro de querer verlos. Claro que eso no es opcional, las tomas de su familia llorando y diciendo adiós estarán en las pantallas de todo Panem. No puede derrumbarse, no ahora. No por ellos.

— Mi niño... — La voz de su madre apenas entendible le cae como un balde de agua fría, mientras le rodea con sus brazos y solloza en su cuello.

— Tranquila... todo estará bien... te lo prometo...— Susurró dejando un beso en su mejilla.

Su padre le abraza por la espalda para no apartarle, mientras acaricia sus cabellos.

— Te amo, hijo. Estaremos esperando por ti.

Él solo asiente, tratando de no llorar ante sus palabras. Claro que le esperan, pero sabe que las sombrías palabras no hacen mención a si le espera sano y salvo o en las austeras cajas en que los cadáveres de los tributos llegan desde el capitolio cada año.

No hay oportunidad de aclararlo, antes de que los agentes de la paz los saquen a la fuerza de la sala, donde ni siquiera ha tenido tiempo de ver a sus hermanas, salvo por Ana lanzándole algo mientras la alejan y la sacan del edificio.

— ¿Qué es esto...? — Se dice a si mismo, mientras busca debajo del sofá donde lo que fuera había ido a parar, pronto alcanzándolo y reconociéndolo de inmediato al tacto. Una colgante, con una bonita perla de color azul.

Hacia años durante la temporada de langostinos, había encontrado un cúmulo de ostras, las cuales se había apresurado a meterse a los bolsillos y había salido corriendo a casa lo más rápido posible, mientras un agente de la paz gritaba a lo lejos, pero había logrado perderlo.

Su padre se había lastimado en una tormenta en el océano, por lo que aunque había salido con vida, necesitaba descansar, y pronto las reservas se habían agotado, por lo que hacía dos noches que racionaban un par de pececillos que la marea había tirado muertos a la orilla. Cada que lo comían pasaban la noche en vela entre vómitos y fiebre, pero era mejor que morir de hambre.

Ese día habían tenido no solo una cena, sino todo un festín con las ostras. Las perlas habían podido venderlas para comprar pan y arroz para los próximos días, sin embargo, había guardado aquella como regalo para su hermana menor, aunque estaba seguro de que aquella se había perdido en una de sus tantas épocas de desesperación.

Se la pone al cuello, esperando poder mantenerla ahí el tiempo posible, mientras esta vez es a él a quien sacan de la oficina, dirigiéndole a la estación de tren, el cual los llevará hasta el capitolio. Esta prohibido salir del distrito 4, pero ha oído mencionar que lleva dos noches llegar ahí, en especial ahora que se acerca el anochecer.

Al subir se queda completamente apabullado. El vagon esta decorado de nacar y carey, con hermosos corales adornando toda la sala, por lo que por un momento piensa que ya ha muerto de manera anticipada. Es hasta que oye el llanto de la chica elegida que vuelve a la realidad de que no ha sido enviado solo al matadero.

Es la primera vez que la ve bien, se trata de Elenna Alcalá, y eso le parte el corazón. Elenna había sido compañera de la escuela de Ana, su hermana, por lo que a veces las miraba jugar en el patio de recreo. Sus padres ya habían perdido un hijo en los juegos antes, por lo que eso debía ser la encarnación de una completa pesadilla. Debía tener unos trece años como mucho, aunque si le dijeran que tenía unos ocho por su complexión, él lo creería.

— No estoy muy seguro de que eso te vaya a servir.

Leclerc. Por un momento casi había olvidado que estaba ahí, lo cual le hace rabiar. ¿Cómo puede hablarle así a aquella niña?

— Disculpa, pero no a todos nos apasiona el asesinato y este jodido circo.

El vencedor se tensa al escucharlo, volteando a mirarle totalmente helado. Claramente no se esperaba esa clase de respuesta.

— Carlos ¿no? Recuerdo haber escuchado de ti en la escuela.

Ni la mejor de las sonrisas de Leclerc logra suavizar su expresión de asco la cual le dedica.

— ¿Debería sentirme honrado de que el gran predestinado y salvador del distrito me conozca?

Charles frunció el ceño esta vez. Claramente no se esperaba una reacción tan hostil, aunque lejos de molestarle, le tiene intrigado.

— No.

— Oye niño, podrías al menos ser más agradecido con esta gran oportunidad, tal como lo ha estado Charles.

— No no, esta bien Klayton, no pasa nada. Carlos tiene su propia manera de pensar...— Respondió negando, queriendo dejar pasar el incidente mientras caminaba a su camarote, listo para asearse. Después de todo pronto les servirían la comida. — Cada uno tiene una habitación, vayan y descansen un momento, pronto traerán la cena, aunque pueden comer lo que quieran de lo que se encuentra en las mesas o pedir lo que quieran. Los veré en un momento.

— Tan encantador como siempre, querido. Vayan, ya lo escucharon. — Los impulsa Klayton en ese horrible tono que Charles detesta pero que con el tiempo ha aprendido a acostumbrarse a escuchar, ya que no tiene mucha opción, aunque no es eso lo que ocupa su mente.

¿Qué es lo que le ocurre a este chico?

Carlos era unos meses mayor que él, sin embargo, habían crecido en entornos diferentes, por lo que no se encontraban en el mismo curso. Mientras Carlos había crecido en los muelles y el océano, Charles había nacido en una familia no acaudalada, pero acomodada, que se dedicaba a los artículos de pesca, haciendo redes y los hermosos anzuelos que no todo mundo podía costear, pero si algunos pescadores mas afortunados. Recordaba verlo hablando solo en ocasiones, por lo que algunos chicos se burlaban de él, sin embargo, un día Carlos no había vuelto a la escuela, y por ese entonces fue cuando él comenzó su entrenamiento y también tuvo que dejarla.

Fue entonces cuando escuchó la puerta de la habitación contigua cerrarse, y el llanto del chico comenzó a filtrarse por la delgada pared que les separaba.

Lo entendía. Su agresividad, su enojo, sus lágrimas... incluso su odio hacia él. No podía culparlo, él también se odiaba.  

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