Promesa

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Carlos llevaba 35 vueltas en la cama, o esas eran al menos las que había contado, aunque francamente se sentía sorprendido. Nunca había tenido una cama, o no una así al menos. No podía compararse en absoluto con la vieja tabla que habían acolchado como podían con la ropa que iba dejando de quedarles o había quedado inservible, la cual compartía con Blanca y Ana, o eso al menos hasta hace unos meses cuando sus padres decidieron que ya estaba lo bastante mayor para dormir con sus hermanas, lo cual lo había dejado con una colchoneta en el suelo.

La del tren era mullida, tanto que podría pensar que se encontraba en una nube, pero aún así, no lograba conciliar el sueño, aunque sabía que lo mas inteligente sería descansar lo que pudiera antes de llegar a la arena. Definitivamente la suerte no estaba de su lado. Entre el silencio solo podían escucharse las ruedas andando por las vias, y a veces algún lobo aullándole a la luna.

Cansado terminó por levantarse, volviendo hacia la sala donde tan solo horas atrás se había percatado de que su vida como la conoció definitivamente había terminado. Caminó hacia la parte de atrás del vagón, buscando al menos tomar aire fresco, poniendo su mano sobre la perilla cuando una voz lo sobresaltó, casi erizándole la piel.

— Ni lo pienses, están completamente selladas como para salir por ahí.

Charles le miraba desde el pasillo, recargado en la pared.

— Yo... ¿Cómo sabes eso? — Preguntó al mentor, tratando de indagar un poco más.

— No eres el único al que se le ha ocurrido eso, creeme. — Le respondió, pero se acercó a tomar asiento al pie del ventanal que era lo más cercano a el mundo exterior. Ese tipo de cosas le recordaban a Charles que aunque no lo pareciera, seguía siendo un prisionero.

El sentarse en el mullido mueble parecía engañoso, lo cual Carlos no sabía si le daba asco o tranquilidad. Si estuviera en otras circunstancias, sin duda sería uno de sus lugares favoritos en el mundo. Si no le llevaran como pez en una red, listo para ahogarse y ser servido en alguna bonita mansión del capitolio.

— Son demasiado cómodos ¿verdad? — Preguntó el mentor rompiendo el silencio, mientras se acomodaba de una manera mas confiada y casual. — Tendrás uno así en casa cuando volvamos.

— ¿En el ataúd? — Preguntó el tributo, queriendo evitar reírse.

— Hey, escucha... sé que es aterrador, lo entiendo, para mí también lo fue... pero de verdad creo que puedes ganar. — Expresó Charles, mirándole a los ojos. — Pero necesito que lo creas tú.

— ¿Por qué estás tan seguro de que puedo ganar? Yo no soy un profesional como tú, los del uno, o los del dos... — Bajó la mirada, suspirando antes de continuar. — Voy a morir, lo sé, estoy bien con eso... solo tengo miedo del como.

Al oir esas palabras, el menor sintió un apretón en el pecho. Aquel que sentía con cada tributo caido que no había podido devolver a casa.

— No digas eso... no me perdonaría no devolverte a casa, como se lo prometí a tu madre.

El tributo le miró a los ojos, claramente teniendo su atención.

— ¿Hablaste con mi madre?

— Un poco, hace años... y antes de subir al tren. Le prometí que te traería de vuelta, que haría todo por ayudarte a volver.

— ¿Por qué? ¿Es como...?

— No, nunca había prometido algo así. No dejarás que falle mi promesa ¿verdad? — Preguntó con una pequeña sonrisa, antes de levantarse. — Ve a descansar, comenzaremos a entrenar por la mañana, nada físico, pero será un día duro.

Esta vez no se despidió, apresurándose a volver a su habitación mientras sus manos temblaban.

Quizá se había equivocado al decírselo a Carlos, pero había sido tan natural que no lo había pensado en absoluto. ¿Cómo explicarle que las cosas eran mucho mas grandes de lo que él pensaba?

A veces aun tenía pesadillas sobre ello, sobre la arena. Aquel año había sido un bosque tropical, asquerosamente húmedo y plagado de todo tipo de alimañas, con ríos que se salían de su cause y acantilados gigantes. Nunca habría podido sobrevivir, de no ser por la madre de Carlos.

Cuando sus padres habían quedado devastados por la muerte de Jules, él había quedado como algo secundario en sus vidas, tanto que llegaba a pasar días sin comer o cambiarse, lo cual, aunque para él era un gran cambio después de la felicidad que tenía antes, era fácilmente desapercibido en el distrito 4 donde la mitad están desnutridos y llenos de la sal del océano. Excepto para ella.

La señora Sainz, o Rey, como él le decía, solía vender perlas y corales que algunas veces encontraban para hacer mas llamativos los anzuelos, o las joyas, y a pesar de no tener mucho, se había compadecido de Charles, dejándole comida, ropa que iba quedándole pequeña a Carlos o dándole un abrazo cuando lo necesitaba. A veces parecería uno de sus hijos, aunque se había esforzado por mantener aquello en secreto, lo cual el pequeño entendió perfectamente. A su esposo no le haría ninguna gracia que le quitara una parte del bocado a sus hijos por dárselo a un chiquillo de la zona comercial del distrito.

Pudo haber tenido una vida si no tranquila, medianamente normal, hasta que tuvo aquella estúpida idea. Si vengaba a Jules, si él ganaba esos juegos, su familia volvería a la normalidad, serían felices de nuevo, y entonces comenzó a entrenar. Su padre lo había tomado como su proyecto personal de venganza, por lo que comenzó a vender lo poco que tenía para alimentarlo y volverlo un profesional. Claro que Rey había estado en desacuerdo, era simplemente una locura, por lo que se alejó desde ese momento, hasta que a sus 14 años, Charles se había ofrecido como voluntario. Pero aquello era más de lo que imaginaba, era brutal, y no lo había notado hasta que se encontró en el Capitolio sin poder dar marcha atrás.

Iba a morir, iba a destrozar a su familia por segunda vez, por lo que no iba a luchar, no tenía caso. El dia del inicio de los juegos salió huyendo sin tomar nada de la cornucopia, pero pronto el calor y la humedad lo agotaron, mas las picaduras de insecto que parecían succionarle la vida misma. Había sido estúpido, demasiado estúpido, y ahora lo estaba pagando. Se sentó al pie de un árbol, dispuesto a esperar la muerte, la cual llegaría con suerte de un modo no tan mordaz.

Hasta que aquel paracaídas llegó. No era mucho, era una ostra, la cual comió rápidamente casi ahogándose con la perla en su interior. Una perla rosa y grande, la cual de inmediato supo de quien venía. No sabía como había podido pagarlo, pero lo agradeció mucho, y le dio la fuerza para seguir.

Desde entonces los regalos no habían parado de llegar, algunos ostentosos y caros del capitolio, pero otros que claramente reconocía como de su distrito, con los cuales, se había coronado como ganador gracias a lo que después se enteró, había sido una campaña masiva en la que la madre de Carlos había impulsado a todos a ayudarle. Su anillo de bodas había comprado esa primera ostra que le devolvió la esperanza.

No habían cruzado palabra desde entonces, lo cual entendía. Le había salvado la vida, pero aún no estaba de acuerdo con su decisión y su vida, por lo que se mantuvieron alejados, hasta aquella mañana donde su hijo había sido elegido.

Había prometido traerlo con vida, la había abrazado y tratado de consolarla, pero el tiempo apenas había sido suficiente antes de subir al tren.

Tenía que regresarlo a salvo, sin importar lo que le costara, aunque eso implicara meter a Carlos en la locura que significaba ganar. 

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