Fuego

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Se sentía desagradable el sabor de la sangre en su boca, la mezcla asfixiante de la carne quemada junto al olor del mar. Debería estar sufriendo, sintiendo el agonizante dolor de la herida. Llorando la desesperación y la desgracia que el fuego le trajo. Pero no. Estaba de pie frente a la playa, apreciando el amanecer, contemplando como el fuego no había causado ninguna clase de daño a su piel. Ya era la quinta vez que esos hombres se acercaban, con antorchas en mano, y decidieron prenderle fuego al verlo como un monstruo, algo malsano que no debió nacer.

Alzó la vista al cielo y vio a sus hermanos volando. Llamándolo a que se una a ellos con ese cántico que ningún hombre podría entender. Él tenía alas, podía volar. Trató de impulsarse ante el cielo, llegar a lado de sus hermanos que continuaban llamándolo. Sin embargo, algo lo retuvo del tobillo, jalándolo a tierra.

—Tu lugar es en esta torre. A lado de tu familia —dijo una voz familiar, arrojándolo a un piso de piedra. Dejándolo contemplar, a través de una pequeña ventana, como sus hermanos lo dejaban atrás.

—Yo pertenezco al cielo. A lado de los dragones —contestó con voz quebrada, no queriendo llorar.

—Tu hogar está en esta torre alta, avivando la llama que nos guiará en el camino.

Ahí aguardo, paciente, avivando el fuego esmeralda de su casa, esperando que sus hermanos noten su ausencia y lo rescaten. Captando el mensaje en verde que solía dejar para que siguieran su camino. Y fue el dragón dorado el que respondió al llamado. Llegando impulsada por sus alas, derribando los muros con sus garras, quebrando las cadenas con su fuego. Liberándolo de su encierro.

Fue libre otra vez.

Surco los cielos, navegó mares. Se permitió amar al dragón que todos señalaban como falso, porque él fue el único que entendió el dolor que pasó. Comprendió su carácter y aprecio su valentía. Junto a él pudo volar alto a la montaña y formar su nido. En cambio, el dragón dorado tuvo otros planes, y la marea, junto al fuego, destruyeron su hogar. Colapso su montaña. Atrapando los eslabones, que aún pendían de los grilletes que tenía en el tobillo, entre los escombros. Permitiendo que los hombres, con antorchas, volvieran a quemarlo una y otra vez. Encontrando la forma de herirlo.

Era su fin, moriría. No tenía escapatoria. El fuego dañaba su piel, abría heridas, lo sumergía en un abismo de dolor y sufrimiento en el que no encontraba escapatoria. Cada vez más hondo, cada vez más solo. No había forma de ver el cielo; el aire le faltaba. Nunca encontraría escapatoria.

Devastado, siendo aplastado por las rocas que continuaban cayendo de su antiguo hogar, fue encontrado por el dragón falso. Que no dudo en rescatarlo ni curar sus heridas. Ofreciéndole un hogar, en un nuevo lugar. Un nuevo nido donde los dos pudieran habitar.

Todo era perfecto. El sol brillaba en lo alto, los lobos cantaban junto a los dragones, y una pequeña cría había nacido del cascarón gracias a la ayuda del hada. Al fin tenía a su familia perfecta. Aun así, la forma incipiente de una sombra alargada empezó a materializarse a su alrededor. Rodeándolo todo. Carcomiendo su entorno, destruyendo su nido.

No huiría. Esta vez le haría frente. No permitiría que le quiten a su cría, que le arrebaten a su amado. Esta vez usaría fuego para apartarlo. Dejar en claro que el dragón era él, y nada ni nadie los lastimaría.

—Ella pretende quitarte a tu niña. Te la arrebatara de los brazos y le prenderá fuego. La única forma de detenerla es arrancándole el corazón y devorarlo. Que se coma a todas las sombras que pretenden destruirnos.

La vidente había sido clara. Ella había venido a destruirlos a todos.

—Llévate a Rhaella contigo. Ocúltense —logró decir, a pesar del impacto que le produjo ver el fuego destruyendo los muros de su castillo.

Nadie me ama como lo haces túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora