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Abro los ojos. Al principio, la luz me ciega y mi visión es borrosa. Aprieto los párpados y vuelvo a intentarlo, pero sigo sin ver nada. Al final, mi vista comienza a adaptarse lentamente a la luz. Miro a mi alrededor, mareada y confusa. Estoy postrada en una cama con ásperas sábanas blancas que me cubren hasta las axilas. Ya entiendo, es la habitación de un hospital.

Nunca en mi vida me había despertado con tanto dolor. Me duele el pie derecho y la rodilla donde tengo un aparatoso vendaje. Me duele al respirar, probablemente por llevar dos meses intubada. Me duelen los brazos, atravesados por las agujas que me nutren y me dopan.

 Y me duele la cabeza… ¡Y cómo me duele! Es como si el tipo del anuncio de la crema de manos Noruega me estuviese pasando la espátula por todo el cráneo, intentando arrancarme el periostio como si fuese pintura vieja. Y por dentro, siento a mi pobre cerebro freírse y borbotear de una manera insufrible.

Intento llamar a las enfermeras a base de insultos y berridos, pero no funciona. Mi mente sabe lo que quiere decir, pero las órdenes se pierden por el camino y sólo consigo emitir balbuceos inconexos. Trato de levantar la cabeza para hacer un mínimo control de daños, pero no sucede nada. Después, lo intento con mi pierna derecha y, para mi alivio, consigo elevarla lo suficiente para verla allí, musculosa y peluda. ¡Dios santo, me he reencarnado en una lesbiana culturista! Durante la siguiente media hora, el dolor se acentúa aún más y me impide hacer ningún otro esfuerzo, incluido el de pensar.

La llegada de la enfermera es saludada por una sarta de improperios y epítetos que nacen en mi cabeza y se quedan por allí, rebotando en el interior del cráneo. Es realmente frustrante que, en mi mente, se produzca una elaborada obra literaria como “¡Dame la puta morfina, zorra, o haré que te tragues los jodidos zuecos, sólo después de romperte los puñeteros dientes con ellos!” y de mi boca únicamente salga un tímido barboteo y un fino hilillo de baba.

—¡Qué bien! ¡Por fin has despertado! – exclama, mientras me limpia las babas.— Sé que tienes un poco de dolor, pero la doctora va a venir ahora y te necesita consciente y atento.

—¿Bbbbu bbd? – ¿Cómo que atento? Mientras clasifico mis dolores, según van llegando, en incomodidad, hormigueo, quemazón, retortijón, pinchazo, aguijonazo, estocada, mazazo o garrote vil, rezo al Señor de los cielos infinitos para que mi cuerpo anfitrión sea el de una masculina lesbiana culturista y no la otra opción que estoy pensando porque sino mucho me temo que mi querido trasero acabará en el infierno después de estrangular, con mis propias manos, a esa maldita octogenaria cleptómana.

Entonces, aparece la doctora, una rubia de bote, con tres quilos de maquillaje y unos grandes y firmes pechos, que se insinúan apetitosos a través del acentuado escote en uve de su camiseta hortera y pasada de moda. ¡Espera un momento! ¿Y yo qué narices hago mirándole el canalillo a la doctora? Trato de clavar mis ojos en los suyos, pero una fuerza superior a mí, cien veces más potente que la gravedad, me obliga a bajar la vista de nuevo para deleitarme con esos turgentes pechos. ¿Qué narices me sucede?

—¡Hola, cielo! – Me saluda sonriente, totalmente ajena a mis perturbados debates internos.—Hoy nos has dado una grata sorpresa a todos .– exclama, mientras empieza a explorarme .

—¿Bbbu bbu?

— No te preocupes si aún no puedes hablar, eso es normal, cielo, pero veamos los ojos… – Me enfoca con una linterna de bolsillo. — Pupilas normoreactivas… ¡Perfecto! Ahora, intenta parpadear dos veces, cielo. – ¡Ya me ha llamado cielo tres veces! ¿Pero, qué narices le pasa a esta guarra? Yo parpadeo cuando lo único que me apetece es poner los ojos en blanco y resoplar.— ¡Estupendo! Ahora, trata de mover esas bonitas piernas para mí. –Me pide y yo las muevo débilmente.— ¡No está nada mal para haber estado dos meses inactivo! No te preocupes. Poco a poco, irás recuperando el control del cuerpo y, en unos días, incluso empezarás a hablar.

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