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Sin la menor resistencia, me dejé guiar hasta un tren que aguardaba a dos andenes de distancia. El extraño me señaló la puerta de un compartimiento, casi al final, que estaba vacío.

   —Aquí estaremos cómodos.— me dijo.

Fue su hermosa sonrisa la que me convenció y lo seguí dentro. No pude evitar sonrojarme cuando el joven pagó mi boleto junto con el suyo al guarda. El mismo que había estado en el tren anterior. Pareció reconocerme. Me miró de reojo pero no me dijo nada.

Quería agradecerle a mi compañero por todo lo que estaba haciendo por mí, pero tenía un nudo en la garganta. Temí que al pronunciar la primera palabra, los nervios me traicionaran. Sentía que me pondría a llorar de un momento a otro.

Mientras el joven acomodaba sus paquetes y su mochila en las parrillas arriba de nuestras cabezas y se quitaba la campera, aproveché para mirarlo detenidamente. Pues hasta ahora sólo había tomado nota de su mirada azul celeste y de su cálida sonrisa. Calculé que no tendría más de veinte años. Su cabello era oscuro, como la noche, corto y le caía lacio sobre su frente pálida; con un rostro anguloso, delicado que lo asemejaba a un duende o más bien a un hermoso elfo. Su nariz era recta, perfecta y sus labios finos y rosáceos lo hacían verse muy atractivo. Era alto, unos cuantos centímetros más que yo y muy delgado. Llevaba con gracia una camiseta gris y encima una camisa abierta a cuadritos rojos y azules. Unos jeans gastados y unas botas de montaña completaban su look casual. En un momento, pareció darse cuenta de que lo estaba observando porque clavó, de repente, sus ojos rasgados en mí y sonrió.

   —¿Todo bien?— me preguntó.

Yo asentí.

   — Aquí tienes tu boleto. Como no estaba seguro adónde quieres ir, te compré hasta la última estación del recorrido, Düsseldorf. Tú verás si decides bajarte en el camino o sigues hasta el final...

   — Gracias.— balbuceé.

El extraño volvió a sonreírme. Me aclaré la garganta para intentar entablar una conversación más fluida, al menos de mi parte. Pero entonces la puerta del compartimiento se abrió y dos jovencitas rubias, altas y muy elegantes entraron y, dando risitas tontas, se sentaron frente a mí. Mi compañero se ofreció, muy amablemente, a acomodar sus equipajes y luego se sentó a mi lado, rozando por un segundo mi brazo con el suyo. Y me estremecí. Las jovencitas se rieron, ahora embelezadas cuando él les sonrió.

Y entonces volví a sentirme mal. La presión en mi pecho amenazó con volver. Así que apoyé mi cabeza contra el vidrio de la ventanilla y cerré los ojos. Crucé los brazos a la altura del pecho y traté de enviar a mi mente lo más lejos de allí. Lo único que deseaba era dejar de oír las risitas y las voces de aquellas adolescentes, que claramente ahora buscaban entablar conversación con mi compañero.

Aunque mis ojos estaban cerrados, podía imaginarme con toda claridad, cómo aquellos ojos azul celestes miraban a las dos bellezas que no paraban de parlotear. Porque aunque no me gustan las mujeres, soy hombre, y soy capaz de darme cuenta cuándo estoy en presencia de belleza y sensualidad. Y a aquellas dos jovencitas les sobraba ambas cualidades. Supuse que lo que seguiría sería una conversación animada entre los tres, así que me dispuse a hacerme el dormido, en cuanto fuera creíble.

Decidí que dejaría pasar unos minutos y luego simularía unos leves ronquidos para que, con suerte, me creyeran dormido. Aunque estaba seguro de que el dolor no me dejaría conciliar el sueño, ni en aquel momento ni esa noche. En cierto sentido, me parecía poco probable que pudiera volver a comer, dormir o incluso reír después de lo que había tenido que ver. Una imagen que todavía se me aparecía en la mente, acechándome sin piedad, a cada instante. Trataba de no escuchar, pero las voces de las jovencitas me dificultaban alejarme de allí con la imaginación. Busqué acomodarme mejor en el asiento, sin abrir los ojos, cuando percibí una mano cálida sobre la mía. Me estremecí y abrí los ojos de inmediato.

Un beso de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora