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Me pareció haber estado soñando hasta ese momento. Soñando una pesadilla. Y  en blanco y negro. Los alrededores, en bruma y envuelto en dolor. Y de repente, tal y como sucede en los sueños, se sucedió un cambio abrupto. Ahora el color parecía estar invadiéndolo todo. Y comencé a darme cuenta de que el techo a dos aguas de la estación era de un rojo intenso; la rica gama de verdes en los follajes de los pinos y abetos brillaban como pequeñas esmeraldas. Y el azul celeste, profundo y tranquilizador de las paredes de la estación me inundaron las pupilas. Y ya no tuve ganas de llorar. Sólo quería ver todo; extasiarme con el paisaje, con aquel hermoso atardecer. Y con él… Porque aunque no estaba conmigo, Mew se había apoderado de mí. Me bastaba sólo con pronunciar su nombre para sentirme exorcizado de los dolores perturbadores que me acechaban.

Me dejé caer, así, extasiado, en el único banco de madera- desgastado pero atractivo- de la estación y respiré profundamente mientras sentía el calor del Sol acariciando mi rostro, como si fuera una mano compasiva y tierna.

Podía imaginar, sin esfuerzo alguno, que era su mano. Y por algunos minutos me olvidé de todo. Me olvidé de cuánto me había estado doliendo vivir hasta ese momento.

Increíblemente, el paisaje que se abría frente a mí me resultaba muy familiar. Aunque estaba seguro de que nunca había estado allí antes. Más allá de las angostas vías del tren, se extendía un campo llano, vestido con una fina capa de nieve nueva, brillando a intervalos cuando las nubes blancas y esponjosas se movían en el cielo. Un grupo de abedules jóvenes se apiñaban más allá, bordeando un camino de tierra estrecho, salpicado también, aunque sólo en ciertas partes, de copos de nieve. Lo miré extasiado, sintiendo extrañamente que me estaba llamando. "¿Hasta dónde llegará?", me pregunté, tratando de vislumbrar qué podría haber más allá. Pero, aunque fijé bien la vista, sólo pude ver un relieve descendiente, y más allá las copas de centenarias coníferas. Pero nada más…

Aquel banco me pareció de repente tan cómodo y la vista, tan pacífica que me crucé de brazos y apoyé mi espalda sobre el viejo respaldo. Volví a inspirar profundamente mientras disfrutaba del silencio. Pues recién allí me di cuenta que el andén había quedado vacío y pude ver a lo lejos cómo se alejaba un tren. No me había percatado que los pasajeros ya se habían tomado el siguiente para continuar con sus viajes.

Me alegré al ver la estación, que no medía más de treinta metros de largo, vacía. Y creo que me hubiese quedado allí quién sabe cuánto tiempo si mi celular no hubiese comenzado a vibrar insistentemente otra vez en mi bolsillo. Supe instintivamente que era una llamada de Eric.

Traté de no hacerle caso. Y a pesar de mi intento de volver a concentrarme en aquel maravilloso paisaje, no lo logré. Y la sensación de paz que me había estado envolviendo se fue. Así, sin más. Y me di cuenta de que había empezado a llorar otra vez. Me enojé con Eric por haberme arrebatado aquel momento. Y también me enojé conmigo mismo porque con ese llamado recordé que una vez más había huido, en vez de enfrentar mis problemas.

Aún con mis resistencias, el recuerdo finalmente logró abrirse camino. Y reviví con el mismo dolor y la misma humillación la vez en la que- después de una discusión- bajé a la carrera por las escaleras de servicio y me fui calle abajo, dejando a Eric con la palabra en la boca. Aquello lo molestó tanto que, cuando el calor de la discusión me abandonó y el frío me atravesó, Eric me bloqueó la entrada al departamento. Y no tuve más remedio que pasar la noche en una banca del parque cercano. 

Aquel desagradable recuerdo me estremeció. Y sentí la misma oleada de miedo que sentí aquella noche, cuando los ojos extraños de los que se esconden en el ocaso me observaban. Si había algo de lo que siempre fui consciente era de que yo carecía de valentía. Siempre me sentí un cobarde. Y siempre me lo han dicho. Lo vengo escuchando desde que tengo uso de razón.

Un beso de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora