SINOPSIS

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El tiempo parecía no haber detenido su curso en ningún momento pese al giro de acontecimientos drástico que hizo de la infancia y adolescencia de los gemelos una pesadilla fatal. Las separaciones nunca son fáciles, pero nadie expone jamás el dolor indescriptible que genera arrancarle a dos almas idénticas su lazo de unión, y cómo este hecho traumático afecta, posteriormente, en el desarrollo de cada parte. Para Simone no fue una decisión fácil de tomar cederle la custodia del pequeño Tom a su ex pareja.

Pero era lo correcto por el bien de sus dos criaturas, incluso todos aquellos psicólogos infantiles a los que acudió desesperanzada alentaban la idea. Los gemelos debían separarse para poder desarrollar debidamente un sentimiento de individualidad e independencia, así como para corregir el temperamento agresivo que mutuamente alimentaban. Después de tantas ocasiones que se repetían como un viejo disco rayado, Simone no podía soportar curarles una vez más las heridas que se provocaban y que, con el tiempo, iban aumentando en saña y gravedad.

— No puedo más, me estáis matando. —expresaba la mujer, acongojada, cubriéndose los rasgos con ambas manos y frotándose con una ferviente desesperación—. ¿Qué hago con vosotros, chicos? Esto no puede seguir así ¿cómo os lo tengo que decir? —se refería a los dos, quienes optando por un mutismo culposo, solo escuchaban con atención las palabras correctivas de su madre—. ¿Cómo te voy a mandar a la escuela así, Bill? —varias bocanadas de aire, un incremento de ansiedad. En la mejilla de su hijo menor relucía un hematoma de aproximados 7cm—. ¿¡Cómo!? ¿qué van a pensar tus profesores? Creerán que te maltrato, Dios santo.

— Perdón, mamá. Tom no tiene la culpa. —musitó el de cabellera negra, con la cabeza gacha.

— ¡Por supuesto que la tiene! ¿quién si no? —negó con la cabeza, varias veces, en un efusivo coraje efervescente fruto de la impotencia.

— No lo controlo, solo... pasa. Bill me perdona. —se atrevió a hablar Tom.

— ¿Te perdona? ¿y ya está? ¿para que sigas golpeándole después? —incrédula con el discurso de sus hijos, se levanta del sofá y comienza a pasearse por el salón, inquieta, mientras estos siguen sus andares con la mirada—. ¿Y tú, Tom? Quítate la ropa.

— No, no...

— No te estoy haciendo ninguna pregunta, Tom. Quítate la ropa. —ordenó la mujer, deteniendo sus pies en seco, con la mirada fija entonces en la figura de su hijo mayor.

Bill miró con miedo a su hermano. No dijo más, pero las pupilas se contrajeron del puro pavor. Entonces, llegaría su momento de regañina y él, de entre los dos, no podía soportar que su mamá le levantase la voz sin romper a llorar. En ese aspecto Tom tenía un mayor control de sus emociones. O al menos de esas, de las que le hacían ver vulnerable.

— Tom.

Bastó con decir su nombre, este entendía la orden tácita que Simone volvía a repetir con la mirada fulminante. Así que obedeció. Se levantó de la alfombra, con lentitud, y se quitó la camiseta.

Simone tenía razón, y no quería tenerla.

— ¿Por qué, Bill? ¿por qué? —miraba a su hijo con desaprobación, negando con la cabeza, mientras sus ojos se volvían de cristal. Era como haber traído al mundo al anticristo divido en dos.

¿Por qué? Era una pregunta que los gemelos no eran capaces de responder, ni siquiera para sí mismos, en sus cabezas inocentes. No entendían qué les llevaba a hacerlo, solo sentían el calorcito en el pecho, la rabia, un instinto casi animal contra el otro que no podían frenar. Solo ocurría.

La dentadura de Bill decoraba varios puntos en el cuerpo de su hermano; la cadera, un hombro, el brazo. Simone tendría que abrir por centésima vez el botiquín porque las marcas eran profundas, inyectadas en sangre seca. ¿Cuándo habrían peleado? ¿por la mañana? La imagen del cuerpo magullado de su hijo evocaba la de un superviviente de caníbales.

— No sé por qué, pero ya estamos bien ¿verdad? —respondió Bill, mirando a su gemelo para que este le respaldase con una afirmación—. Podría curarle yo si tú no quieres, mamá.

— No. Cada uno a su cuarto.

— Pero... mami. —reprochó el menor.

— No hay peros. Y tú no irás a la escuela en un par de días hasta que el moretón baje. Luego ya veremos si lo puedo disimular con maquillaje.

— ¿Y yo, mamá? ¿me quedo cuidando de Bill?

— No, tú irás a clase.

Dos días en ausencia de su gemelo y Tom se metió en más líos de los que podría contar un niño de doce años. Llamaron a casa, de la escuela. Citaron a Simone en Secretaría para hablar sobre el comportamiento violento y errático de su hijo. ¿Pero qué podría decir Simone? también estaba cansada de vivir aquella situación distópica, no había justificación alguna y los sermones y/o castigos no causaban efecto alguno en sus chiquillos.

— Su hijo ha empujado por las escaleras a un compañero.

Simone agachaba la cabeza, apoyada en el escritorio. La vergüenza y la desesperación eran dos emociones que tocaban con asiduidad su puerta.

— Eso ocurrió la mañana del lunes. Hoy ha amenazado a dos niños con clavarles un lapicero.

— Lo lamento mucho y no sabe cuánto me avergüenza el comportamiento de mi hijo. Estoy tratando de ponerle una solución. Mire, —sacó del bolso un papel mal doblado con la factura del psicólogo—. están yendo a terapia, ambos. Yo no sé qué más puedo hacer, nada deseo más que un cambio. Transmítale a los padres de sus compañeritos mis más sinceras disculpas ¿el niño que mi hijo tiró por las escaleras está bien?

Mientras tanto, solo en casa, Bill jugaba a pincharse las yemas de los dedos con las tijeras. Echaba de menos a Tom, eran muchas horas sin hablar con él cuando este estaba en el colegio. Se sentía incompleto, con mucha ansiedad.

— Podría haber sido peor, pero se ha fracturado la tibia y sus padres quieren abrir un parte de lesiones.

— Lo comprendo. Compártales mi número telefónico y hablaré con ellos sobre la indemnización. Muchas gracias.

A aquella situación asfixiante se habían sumado siete años de golpe y, ahora, los gemelos eran mayores de edad. Siete años sin verse, sin oírse, privados del otro. Ni siquiera Simone permitía que se hicieran llamadas de vez en cuando porque pensaba, de corazón, que oír a Tom desestabilizaría a Bill, otra vez. No iba a asumir la posibilidad de que su hijo menor volviese a tener conductas autolesivas como cuando Tom se mudó a vivir con Jörg.

Hubo un tiempo, los primeros dos años desde la separación, en el que Bill comenzó a cortar su piel con el filo de la lámina de sus sacapuntas. Estaba deprimido. No salía, no se duchaba si no era obligado por Simone y sus notas escolares habían bajado de forma alarmante por puro desinterés. Pero no quería morir, de ser así hubiese saltado por la ventana sin pensarlo dos veces. Tan solo quería sentir algo, sentir a Tom, el dolor del amor incomprendido que compartían. Era como si Tom le hablase a través de sus heridas, recordándole que allí estaba él, todavía, esperando a que el tiempo pasase rápido para poder encontrarse otra vez, cuando ni Simone ni Jörg pudiesen decidir por ellos.

Y que, bajo ningún concepto, le olvidaría.

Cómo podría, tratándose de su otra mitad.

Sin embargo, la ponzoña no afloró de la misma manera para ambos. Así como Bill comenzó a manifestar el dolor de la separación contra sí mismo, mediante conductas autolesivas, y no contra el resto, Tom proyectó hacia fuera, con rabia.

Casualmente era con sus nuevos seres cercanos con quienes más estallaba, a quiénes más hería y manipulaba, y la base seguía siendo la misma, una sensación que no podía controlar, sin un por qué. Algo que simplemente le invadía, calentaba su pecho, sus manos, y le empujaba a actuar sin razón.

Por ello, ninguna de sus relaciones duraba. Todas sus ex novias huían despavoridas y suerte si no le dejaban de regalo una orden de alejamiento.

Antecedentes tenía y, sobre sus dieciseis años, fueron varios los encontronazos con policías que acabaron por abrirle un expediente.

GEN MAO-ADonde viven las historias. Descúbrelo ahora