CAPÍTULO 1

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Dieron las doce y el calendario pasó de fecha; 1 de Septiembre, importante por ser el día en el que los gemelos lloraron al unísono por primera vez, e importante todavía más por lo que ocurriría aquella precisa noche en la que Tom volvía a su ciudad natal.

Sin maleta ni mochila, el mayor de los hermanos daba zancadas por la calle desértica y oscura, sumido en la umbra intermitente de farolas que iluminaban vagas, o estaban rotas. Una atmósfera bastante acorde a su estado de ánimo. Esperaba, de verdad, no haberle roto la nariz a su padre, con quien se había liado a golpes por un malentendido antes de cerrar la puerta de golpe. Jörg tampoco había resultado ser la representación del temple y la paciencia por lo que, en esta ocasión, no toda la culpa residía en el mayor de los gemelos.

Sin embargo, tampoco era cosa del padre, quien llevaba años aguantando los comportamientos destructivos de su hijo, los encontronazos con la policía y las malas contestaciones, por encargo de su exmujer. Incluso hubo noches en las que Tom llamó pidiendo dinero para no pasarlas en el calabozo, rodeado de violadores y proxenetas. Y esta dinámica se repetía una y otra vez, una y otra vez, como en una espiral viciosa cuyo veneno salpica hacia todas partes y hacia todo el mundo.

Así que Jörg ocasionalmente estallaba, sí, y respondía con una violencia similar a la aprendida en el ajeno. Si su hijo le levantaba la mano, él apretaba el puño. Razón por la que mientras él se desangraba por la nariz, Tom había llegado a Leipzig con su coche.

Una farola se apagó al instante en que el joven de trenzas oscuras pasó por su claridad. Se escuchó un ruido metálico, como el de una lata, y un gato negro, callejero, cruzó veloz la carretera. El silencio era desolador, ni siquiera los coches se dignaban a romper una escena tan romántica, pues solo había contado dos en todo el trayecto andado. Maldito cumpleaños.

Desde la separación de los gemelos, Tom no había vuelto a celebrar aquél día especial. El primero sin Bill fue un intento vano, tortuoso, y él no era ningún masoquista. Así que simple y llanamente, exigió a su nuevo entorno tomar el 1de Septiembre como un día más del montón. ¿Qué valiente bajo ese mandato llevaría la contraria al irascible Tom Kaulitz?

Pero aquél 1 de Septiembre estaba en Leipzig y un pensamiento intrusivo le empujaba a aquello tan doloroso de recordar. Aunque no fuese capaz de reconocerse vulnerable, había conducido dos largas horas solo por seguir una corazonada. ¿Bill estaría celebrando su cumpleaños? Tal vez había hecho nuevos amigos, unos buenos de verdad. Quizá el problema siempre había sido Tom, tal como Simone especulaba. Quizá al él mudarse la vida de su gemelo había dado un giro de 360 grados para bien. Como una rosa ala que le quitan las espinas y, de pronto, todo el mundo quiere tocar. O no, tal vez Bill seguía siendo ese niño introvertido, disociado. Tal vez estaba en casa, escuchando música deprimente, acordándose de él.

Pero algo le decía a Tom que no era el caso, que su hermano había cambiado. Unas luces neón le atraían desde lo lejos, de camino a su vieja casa. Era lo único brillante y ruidoso al fondo de la calle. Recordó que, cuando eran niños, Bill le dijo que le gustaba cómo la luz de aquél pub se quedaba morada durante algunos segundos antes de volver a cambiar a rosa y azul, y que cuando creciesen querría ir con él alguna vez.

Tom pensaba que haber detenido su paso frente al portón del local era lo más ridículo que había hecho en su vida, pero allí estaba ya, apoyado en una pared mugrosa del Chateau, sin cabida a retroceso, analizando con descaro los caras de la gente que salía fuera a enrollarse, fumar, o tomar aire fresco. Ninguna le resultaba familiar. Ni siquiera la de los afeminados -a los que poco les faltaba para bajarse los pantalones y darle espectáculo gratuito- se parecía a la de su hermano. Las probabilidades estaban en su contra, en realidad, pero mientras barajaba si entrar, se encendió un cigarro.

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