Capítulo 7

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Toda esa semana iba a ser un asco.

Emma no tenía pruebas pero tampoco dudas.

No recuerda mucho del jueves o el viernes. Después de que Malcolm la dejara en la enfermería su cerebro entró en piloto automático y no supo nada más.

La única razón por la que Emma sabía que había ido a la escuela eran las notas que había en su escritorio de las clases que no recordaba haber tomado, lo cual hacía los apuntes obsoletos. Pero eso sería el problema de la Emma del futuro. Justo ahora, su principal preocupación eran sus hermanos.

Los tres habían estado demasiado callados para el gusto de cualquiera que los conociera por más de veinte minutos. Y no solo era la ausencia de ruido lo que preocupaba a Emma, tampoco habían salido de sus respectivas habitaciones en un buen tiempo para nada, ni siquiera para ir a verla. Todos se habían encerrado en sus cuartos y sus pensamientos y nadie había movido un solo dedo para cambiarlo.

Eran pocas las razones por las que Emma se podía imaginar a sus hermanos con una actitud como esa, y eran todas malas básicamente. No había una sola buena razón por la que los niños se quedaran callados tres días, todas las razones indicaban que algo definitivamente estaba mal.

Y esta vez no podía culparlos.

Ahora que regresaba a la realidad empezó por bajar a la sala solo para encontrar el medio reguero que no habían recogido desde el martes. Por alguna razón solo ver los cojines desacomodados en el sillón hacía que se asentara esa pesadez arraigada a lo más profundo de sus huesos y solo tuviera la voluntad para voltear a otro lado y regresar escaleras arriba. El vaso de agua que había ido a buscar originalmente podía esperar.

Emma sabía que debía ir a hablar con los niños. No solo porque ahora eran su responsabilidad, sino porque a ella le importaba. Quería saber cómo estaban, esperaba que mejor que ella.

Miró las tres puertas de las habitaciones como si fuera uno de esos acertijos de supervivencia como los que recitan los niños en primaria. En la primera puerta hay un asesino, en la segunda un incendio y en la tercera... Bueno, esos.

Daniel era el más fácil de los tres pero también el más difícil. Dani tenía la costumbre de guardarse las cosas, era difícil hablar con él porque en ocasiones podía ser demasiado considerado. Eso también hacía fácil hablar con él, buscaba que sus respuestas calmaran tu preocupación, y con Emma lo que le daba más calma era cuando su hermano era honesto.

Tocó a la puerta tapizada con stickers que Mara había puesto ahí y varios símbolos en rúnico que la enmarcaban. No recibió una respuesta. En vez de volver a tocar y esperar decidió entrar sin más. Dani nunca cerraba con seguro de todas formas. El problema era que no veía a su hermano en ningún lado.

Contrario a los cuartos de sus hermanos, el cuarto de Dani era más parecido al de Gifflet, con pocas pertenencias y cosas que ocuparan espacio. Este cuarto estaba casi organizado para ser el cuarto de uno de sus hermanos. Daniel era un niño curioso que, Emma aprendió, tenía un gusto por guardar las cosas en cajas, botes y frascos. Las muñecas rusas que podías guardar una dentro de la otra eran su mayor fascinación —Emma lo había visto jugar con esas por horas y horas sin aburrirse—, y también le gustaba poner todo en pequeños compartimientos a su manera. Las cajas podían acabar desperdigadas y sin orden aparente, pero el interior de las cajas siempre estaba organizado con sumo cuidado.

Esa era la principal razón por la que era fácil hallar las cosas en el cuarto de Dani, todo estaba en una caja, bolsa o frasco en un mar de compartimientos, era fácil encontrar al niño porque claramente resaltaba con el resto de su cuarto.

Emma sabía que el niño tenía que estar ahí, lógicamente no había ningún otro lugar donde pudiera estar. ¿Entonces por qué no lo encontraba? No era como si fuera una tarea muy difícil, era un cuarto pequeño con pocas cosas. ¿Cómo es que un niño de casi un metro veinte se perdía ahí?

Arrullo de la Muerte: OtoñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora