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El panorama fuera de Chicago O'Hare es terrible y está amenazando con una tormenta. Cruzo los dedos para que el clima no empeore y retrase mi vuelo de regreso a Los Ángeles. Llevo tres horas muy aburridas sentada en la sala de espera con el portátil, y le he prometido a Buckley que saldríamos a correr por la tarde cuando llegara a casa. Para él, mi promesa es más bien una amenaza y probablemente esté haciendo alguna danza perruna para asegurarse de que el vuelo se retrase. Si Buckley fuera humano, pasaría más tiempo en la sala de pesas que en la cinta de correr. Además de mis planes para salir a correr, he tenido un día largo y agotador y, después de espabilarme con un poco de ejercicio, me apetece pedir una pizza y quedarme dormida en el sofá en plena partida de PlayStation.

Mi vuelo ha sido anunciado y mando mi habitual agradecimiento a todas las deidades responsables de que los vuelos salgan a la hora prevista. Lo siento, Buckley, pero vamos a correr. Me sitúo al principio de la cola y me aseguro de estar presentable. Mientras avanzo, jugueteo con la pequeña cartera de cuero que contiene mi identificación del Servicio Federal de Agentes Aéreos, lista para mostrarla con discreción junto con mi tarjeta de embarque al tripulante que admite a los pasajeros. Ya sabrán quién soy y la tripulación de la cabina sabrá que estoy a bordo.

Mi opinión profesional y objetiva es que la tripulación a bordo de Southern Air es la más atractiva de todas las aerolíneas con las que vuelo habitualmente. En la puerta del avión, la guapa mujer de unos treinta años que comprueba mi tarjeta de embarque y mira mi identificación FAMS no me delata ni con una mirada ni con una palabra que sabe quién soy o que me está esperando. Después de murmurar algo al capitán y al primer oficial, ambos se giran para mirarme y recibo una doble inclinación de cabeza como respuesta. Con una amplia sonrisa, la azafata me dirige a mi asiento, me ofrece una bebida -que rechazo- y pasa a dejar embarcar al resto de los pasajeros.

En este vuelo, voy en primera clase en lugar de segunda clase y, mientras me acomodo para pasar otras cuatro horas y media en un asiento de avión, observo disimuladamente el interior de la cabina y a los pasajeros que suben a bordo para asegurarme de que nadie desentona y de que no hay nada que me produzca un mal presentimiento. Todo parece normal. Ya vamos ganando. Me llama la atención un hombre en traje de negocios calvo y regordete sentado al otro lado del avión. Me mira lascivamente y sus ojos se detienen en mis pechos antes de subir su mirada a la mía para comprobar si me he dado cuenta de lo que ha hecho. Me he dado cuenta. Cuando me niego a apartar la mirada, como probablemente esperaría que hiciera otra mujer, se remueve y finge rebuscar en el compartimento del asiento que tiene delante. Vuelvo a fingir que leo la tarjeta de instrucciones de emergencia.

Es un imbécil asqueroso, claro. ¿Pero un terrorista? Poco probable.

El avión ha sido abordado en sus tres cuartas partes, y he cambiado la tarjeta de emergencia por un libro que no leeré durante el vuelo, de pronto oigo una voz familiar en la puerta de la cabina riendo y bromeando con la tripulación del avión. Dios mío. La voz hace que un escalofrío recorra mi columna vertebral y una inesperada descarga de adrenalina me humedece las axilas. En la pantalla, Jennie suena diferente a como lo hace en persona -su voz normal es más grave y relajada, casi grave-, pero la reconocería en cualquier parte.

Hace más de un año que no la oigo en persona y el sonido de esa voz dulce me trae recuerdos. Es la voz que me pide que compre fresas cuando estoy en la tienda, que me llama por el pasillo para preguntarme si quiero café, que se ríe porque se le ha vuelto a enredar el pelo en el jersey y necesita mi ayuda, o que me abraza por detrás mientras le preparo el desayuno exactamente como a ella le gusta. Me resulta íntimamente familiar como la voz de una mujer debajo de mí, a horcajadas sobre mí, encima de mí. Es la voz que me suplicaba que la hiciera correrse y luego me decía lo mucho que le gustaba follarme y que jamás había sentido algo así con los hombres. Y me resulta dolorosamente familiar como esa voz que se esconde al otro lado de la puerta de nuestra habitación, diciéndome que sentía no poder ser quien yo quería que fuera y disculpándose por su debilidad.

El corazón quiere lo que quiere  ┃JENLISADonde viven las historias. Descúbrelo ahora