La venganza de los duendes

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A la mañana siguiente, antes de que Lyra, Ron y Hermione despertaran, Harry salió de la tienda para buscar por el bosque el árbol más viejo, retorcido y fuerte que encontrara. Cuando lo halló, enterró el ojo de Ojoloco Moody bajo su sombra y marcó una crucecita en la corteza con la varita mágica. No era gran cosa, pero creyó que Ojoloco habría preferido estar ahí a quedarse incrustado en la puerta del despacho de Dolores Umbridge. Luego regresó a la tienda y esperó a que despertaran sus amigos para debatir lo que harían a continuación.

Tanto Hermione y Lyra como él opinaron que no era conveniente quedarse mucho tiempo en el mismo sitio, y Ron estuvo de acuerdo, pero puso como condición que el siguiente paso los llevara a algún lugar donde pudiera conseguir un bocadillo de beicon. Hermione retiró los sortilegios que habían repartido por el claro, mientras los tres chicos borraban todas las marcas y huellas que revelaran que habían acampado allí. Entonces se desaparecieron hacia las afueras de una pequeña población con mercado.

Tras montar la tienda al amparo de un bosquecillo y rodearla de nuevos sortilegios defensivos, Harry se puso la capa invisible y salió a buscar comida. Pero las cosas no salieron según lo planeado. Acababa de llegar a un pueblo cercano cuando un frío inusual, una densa niebla y la repentina oscuridad del cielo lo hicieron detenerse en seco.

—¡Pero si tú sabes hacer un patronus de primera! —protestó Ron cuando Harry llegó a la tienda con las manos vacías, sin aliento y murmurando una única palabra: «dementores».

—No he logrado hacerlo —se disculpó casi sin resuello mientras se sujetaba el costado, donde notaba una fuerte punzada—. No me salía

La cara de consternación y decepción de sus amigos logró que se avergonzara de sí mismo. No obstante, acababa de pasar por una experiencia de pesadilla: había visto a lo lejos cómo los dementores salían deslizándose de la niebla y había comprendido, mientras aquel frío paralizante lo envolvía y un grito sonaba en la distancia, que no sería capaz de protegerse. Había tenido que emplear toda su energía para echar a correr, dejando a los dementores —esas tétricas figuras sin ojos— entre los muggles que, aunque no los vieran, sin duda sentirían la desesperación que sembraban a su paso.

—Así que seguimos sin comida.

—Cállate, Ron —le espetó Hermione—. ¿Qué ha pasado, Harry? ¿Por qué crees que no has podido convocar el patronus? ¡Ayer te salió la mar de bien!

—No lo sé.

Se dejó caer en una de las viejas butacas de Perkins; cada vez se sentía más humillado y temía que algún mecanismo interior hubiera dejado de funcionarle. El día anterior parecía muy lejano; se sentía como si volviera a tener trece años y fuera el único que se desplomaba en el expreso de Hogwarts.

Ron le dio un puntapié a una silla.

—Bueno ¿qué? —le dijo a Hermione, enfurruñado—. ¡Tengo un hambre de muerte! ¡Lo único que he comido desde que casi muero desangrado ha sido un par de setas!

—Pues ve tú a pelearte con los dementores —replicó Harry, dolido.

—¡Iría, pero, por si no te has fijado, llevo un brazo en cabestrillo!

—Ya, eso resulta muy práctico.

—¿Y qué se supone que?

—¡Claro! —saltó Hermione dándose una palmada en la frente, y los chicos la miraron—. ¡Dame el guardapelo, Harry! ¡Corre, el Horrocrux, Harry! ¡Todavía lo llevas encima! —exclamó impaciente, chasqueando los dedos al ver que él no reaccionaba.

Tendió una mano y Harry se quitó la cadena de oro del cuello. Tan pronto el guardapelo perdió el contacto con su piel, él se sintió libre y extrañamente aliviado. Ni siquiera se había dado cuenta de que tenía las manos sudorosas, o que notaba una desagradable presión en el estómago, hasta que esas sensaciones desaparecieron.

Harry Potter y las reliquias de la muerte // Lyra GrindelwaldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora