CAPÍTULO CUATRO

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El mundo giró a toda velocidad, pasaron cinco días con sus noches y allí estaba yo; en la catedral de Winchester presenciando como mi hermano estaba a punto de convertirse en el próximo rey de Inglaterra.

Ni siquiera se había dignado a realizar su coronación en la catedral de nuestra familia, en la catedral de Salisbury. Había preferido toda la oscuridad e incertidumbre de Winchester, algo que jamás entendería.

Carl recorrió todo el pasillo hasta llegar al altar, donde el arzobispo de Canterbury le esperaba pacientemente con una sonrisa de complicidad en la cara. Les miré totalmente asqueada, porque sabía que se apoyarían mutuamente sin importar los escándalos que les rodeasen. Porque cuando se trataba de la Iglesia no eran pocos; monjas embarazadas, niños abusados y huérfanos asesinados. Era algo que todo el mundo conocía, pero que nadie estaba dispuesto a denunciar.

Ni siquiera yo, y eso no me hacía ser otra cosa a parte de una cobarde.

Carl hincó la rodilla en el suelo, preparado para sentir el peso de la corona directamente por encima de su cabello. El arzobispo comenzó a decir unas palabras que Carl tendría que pronunciar después para así tener la aprobación de Dios.

La aprobación de Dios, repetí en mi cabeza. No pude evitar fruncir el ceño al pensarlo, porque unas palabras nunca serían capaces de borrar los hechos despreciables que mi hermano llevaba haciendo toda su vida.

Cuando la corona rozó su cabeza supe entonces que ya no había marcha atrás, que todo ya estaba establecido y que Inglaterra estaba a punto de saludar a su nuevo monarca. Y a despedirse de mí, también, porque solo Dios sabía qué iba a pasar en ese momento en el que yo no tenía ni voz ni voto. Ni lo tendría nunca más.

Cuando Carl se sentó en su trono sentí como se me encogía el corazón de forma irremediable.

¿Era miedo, lo que estaba sintiendo?

¿O quizá era envidia?

No lo sabía, realmente, y quizá nunca lo haría.

—¡Larga vida al rey! —corearon todos, y todo mi interior se estrujó.

Debía ser rápida. Debía actuar de forma decidida, eso estaba claro. Tenía que buscar a un ejército en cuestión de días, antes de que Carl encontrase a una mujer a la que desposar y con la que tener futuros herederos.

Si algún crío nacía durante su reinado, entonces ese era mi fin. Porque la gente no me aceptaría teniendo a un varón esperando a ocupar la posición de su padre, sin importar lo válida que fuese yo y lo mucho que me importaba mi gente.

Supongo que yo nunca les importaría de la misma forma humana y casi fraternal a pesar de no conocerles de nada.

—¡Larga vida al rey! —volvieron a repetir, haciendo que cerrase los ojos intentando recordar el último momento en el que viví esa situación, con Brad.

Él sí se lo merecía. Él sí adoraba a su pueblo de una manera tan ferviente que hubiera muerto por ellos sin dudarlo siquiera, cosa que no podía ni pensar de mi otro hermano.

Cuando los monjes comenzaron a cantar y la ceremonia terminó, decidí quedarme un poco más en la catedral de Winchester. Miré hacia arriba, intentando encontrar alguna escultura o pintura que se asemejase a los preciosos ángeles que podías ver en Salisbury; pero no pude descubrir ninguno que me llenase el alma y el corazón de la misma forma.

Miré al frente, pudiendo ver entre la multitud de personas que aún quedaban en la iglesia a Jack Mason. Hacía poco que le había visto, pero de alguna forma habían pasado tantas cosas en mi vida y esta había girado de tal forma que parecía que hacía una eternidad desde que vi su precioso pelo rizado y oscuro por última vez.

CIMIENTOS; kit haringtonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora