CAPÍTULO OCHO

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La catedral de Salisbury estaba totalmente vacía en el momento en el que abrí el portón de la entrada. 

Ni siquiera el prior James parecía haber despertado en aquel instante en el que los primeros rayos del alba comenzaban a iluminar con su característica luz anaranjada la escultura que, según decían, tenía exactamente el rostro calcado de Portia de Winchester. La admiré con asombro mientras me acercaba cada vez más al altar, sabiendo con certeza que nadie nunca me amaría de esa forma como para tallar una escultura así. 

Porque cuanto más la veía, más me dejaba sin aliento. Era hermosa a la vez que desgarradora; la manera en la que aquel ángel parecía estar desplegando sus alas para volver al cielo, y los ojos de Portia se estremecían casi llenos de lágrimas y dolor. 

Miré hacia el suelo en el momento en el que escuché como el portón se abría de nuevo para dejar pasar un poco más de luz en aquel pasillo de baldosas blancas impolutas. 

Fruncí el ceño sin siquiera mirar hacia atrás, esperando pacientemente hasta descubrir finalmente quién era la persona que había madrugado tanto como yo y estaba interrumpiendo mi momento de soledad entre toda mi fe y esperanza.

—He de admitir que jamás había visto una iglesia tan hermosa como esta —escuché como retumbaba una voz justamente a mi lado. 

Antes de girar mi mirada hacia la derecha, ya sabía a quien pertenecía. 

Porque desde que había llegado a Winchester, compartía la misma mesa de comedor que yo en el palacio; y contaba sus batallas una y otra vez mientras que irremediablemente nos hacía reír a todos. 

Era simpático, debía admitir, y había veces en las que no me daba ni siquiera miedo tener que casarme con él.

Sonreí antes de mirarle con una expresión sorprendida, ya que de todas las personas que esperaba encontrarme él no era una de ellas. 

—Louis I se encargó de construir la catedral más alta y hermosa de Inglaterra, eso es algo que tengo totalmente claro —murmuré, notando mi voz algo rasposa al ser él una de las primeras personas con las que hablaba en todo el día. 

Robert me miró y asintió con la cabeza, dirigiendo después sus ojos a la misma escultura que yo antes había admirado. 

—Os he estado buscando por todo el palacio —comentó—. Me ha sorprendido cuando una de vuestras damas me ha dicho que estabáis aquí. No es un camino corto a caballo.

Yo solté una pequeña risa nerviosa al estar en un espacio tan cerrado justamente a su lado, al tiempo que giraba mi cuerpo completamente para hablar con él mejor.

—Necesitaba rezar y estar alejada durante un tiempo del bullicio de palacio —respondí al tiempo que él hacía lo mismo que yo para quedarse de frente a mí.

Robert frunció el ceño, sus cejas rubias se enredaron en la parte baja de su frente mostrando confusión. 

—No pretendía molestaros, Alteza —murmuró, haciendo que yo negase instantáneamente con la cabeza—. Si queréis puedo dejaros sola de nuevo.

—No os preocupéis, no me molesta vuestra presencia —dije.

Y lo dije de verdad. Porque, por ahora,  no era una persona que me disgustase o de la que quisiese huir. Era simplemente mi prometido, y de una forma o de otra tenía que empezar a acostumbrarme a tenerle a mi lado. 

Él dejó salir una pequeña risa que me hizo entender que mi comentario de alguna manera le había agradado, y, lo que era más importante; le había pillado por sorpresa. 

Porque a un hombre como a él nada parecía pillarle por sorpresa. Él parecía tenerlo todo, y saberlo todo. Y no tener miedo de absolutamente nada. 

—En realidad he venido aquí a proponeros algo —confesó, y he de admitir que de todas las respuestas que me esperaba que dijese; esa no entraba en una de las opciones.

CIMIENTOS; kit haringtonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora