CAPÍTULO NUEVE

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Cuando pasó alrededor de una hora y ya casi ni siquiera entendía por qué seguía en uno de los bancos de la catedral de Salisbury, un leve repiqueteo sonó con timidez a través del pasillo principal.

Me levanté como si acabase de escuchar una llamada directamente desde el cielo, casi cegada por el sonido. Lo seguí lentamente, un poco asustada de ver qué era realmente lo que estaba a punto de encontrarme.

Sonreí suavemente cuando llegué al final del camino, encontrándome con la espalda de Jack Mason justamente en frente de mí.

No me había escuchado, ya que el sonido del cincel golpeando la piedra era demasiado fuerte como para dejar sonar mis pasos golpeando las baldosas de su sagrado templo. Su espalda se tensaba a través de su camisa blanca, y la escultura que estaba tallando me miraba con ojos inseguros como si ya supiera que yo no era bienvenida allí.

—Jack —murmuré, casi echando de menos tener una vez más su nombre entre mis labios.

Él paró en seco y miró al frente antes de girarse hacia mí, como si ya supiera exactamente de quién era esa voz.

Mi voz.

—Alteza —murmuró en el momento en el que su cuerpo se quedó completamente mirando hacia el mío.

Volví a sonreír al verle las mejillas manchadas de polvo blanco, perteneciente a la escultura que estaba tallando con sus propias manos.

Yo ni siquiera sabía qué decir, ya que estaba completamente absorta en sus ojos marrones que me miraban como si no quisiesen perderse absolutamente ninguna de mis acciones.

—No pensé que fuera a encontrarte aquí —admití, siendo en cierto modo incapaz de esconder mi pequeña felicidad al verle.

Jack sonrió y negó con la cabeza.

—A decir verdad, yo sí que no os esperaba aquí —murmuró, dándose la vuelta para soltar su cincel en la mesa donde dejaba todas sus herramientas.

Comencé a andar a través de toda la habitación, admirando su trabajo. Ángeles y demonios se ceñían sobre mí, casi como si estuvieran buscando con cierta desesperación ayuda.

Me paré delante de una virgen tallada con tanta delicadeza que no pude evitar alargar mi mano para acariciar con la yema de mis dedos su rostro duro y congelado. Mi dedo índice se abrió paso a través de su nariz totalmente recta, pasando por sus labios y llegando finalmente a su barbilla.

Suspiré.

Era genuinamente preciosa.

—Tienes talento —admití, sorprendiéndome a mí misma de que además de ser un buen soldado también fuese un genial escultor—. Te deben tener mucha envidia aquí, sabiendo que eres tan valioso para la corona y la catedral.

Él se encogió de hombros, sin saber casi qué decir ante mi halago.

—No soy para tanto —comenzó a decir en un murmullo casi apenado—. Estas esculturas las
podría hacer cualquiera que se lo propusiese.

Reí con suavidad y negué con la cabeza.

Bobadas —susurré, dejando atrás a aquella preciosa virgen que me había dejado casi sin respiración y mirándole directamente a los ojos—. Tienes un don excepcional, no hay más que verlo.

Le vi sonreír y luego ponerse muy serio, y entonces supe que la conversación no iba a tratar solo de esculturas y catedrales; sino de algo más profundo y doloroso que no estaba segura de si iba a ser capaz de aguantar.

—¿Os marcharéis de aquí? —preguntó, y yo fruncí el ceño al no entender nada de aquella cuestión—. Ahora que Robert ha llegado para desposaros.

CIMIENTOS; kit haringtonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora