Capítulo 4

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La cara de su hermano fue lo primero que vio aquella cálida mañana de sábado. Habían quedado en la cafetería habitual en la que solían verse para hablar del dilema que ambos hermanos tenían sobre la herencia de su difunto padre. A escasas  semanas de abrir el testamento, concretamente dos, no sabían qué hacer respecto al tema, si aceptar lo que les ofreciera el notario bajo la voluntad de su padre o pasar del tema. 

–Veo que aún tienes heridas de guerra

–¿Por qué lo dices?

–Tienes resto de maquillaje en la mejilla derecha.

–¡Ah! Pues mira que me he duchado antes de salir de casa.

–Parece que no ha dado buenos resultados.

–Es que llego reventado del local y no me apetece ni desmaquillarme.

–A mí no tienes por qué darme explicaciones -bromeó-. Por cierto ¿Cómo te va ahí? ¿Tu jefe sigue siendo un capullo?

–No me va mal, la verdad. Y respecto a Sebastián... sí, sigue siendo un capullo. De hecho, ahora más, puesto que lo ha dejado con su marido. Además, un compañero del curro me contó que ha vuelto a meterse.

–Menudo flipao. En fin, ni caso al musculitos -dio un sorbo al café que tenía delante-. ¿Tú no te estarás metiendo, no?

En ese momento a Octavio se le atragantó el café.

–¡¿Pero qué dices?!

–No me sorprendería, siempre has sido muy vicioso.

–Por favor, Germán, solo fue aquella vez, y fue hace ya ocho años. Creo que podemos avanzar en la vida.

–El ser humano es impredecible, querido hermano, y tú lo eres más aún.

–Gracias por la parte que me toca. ¿Y a ti cómo te va el trabajo?

–Bueno, me podría ir mejor, sinceramente, pero no me quejo. Muchos proyectos que me tienen algo asfixiado, aunque también me tienen ilusionado.

Aquella respuesta era la que siempre daba su hermano menor, dando a entender que "tenía un trabajo de putísima madre, mas no había nada de lo que quejarse" . Ambos eran totalmente diferentes, tanto en la personalidad como en su vida profesional y personal. Mientras que Octavio era un joven con algunos kilitos de más, entrando en la etapa de despedirse de su pelo y dar la bienvenida a la calvicie, ojos marrones y dientes superpuestos, además de trabajar en algo que odiaba pero que le era necesario si quería comer, su hermano German había sido siempre el chico perfecto. Era más alto que él, tenía un físico envidiable y una sonrisa que enamoraba a todo aquel que estuviera delante. Para más inri, era el más sociable de los dos, el más simpático -o eso decían- y trabajaba de lo que siempre le había gustado, como arquitecto realizando proyectos para algunos ayuntamientos de la provincia. Por lo tanto, Octavio siempre había sentido cierta envidia hacia su persona.

A pesar de las amplias diferencias, ambos hermanos se llevaban mejor que la media, ya que solían tener una relación bastante buena. Asimismo, tanto Octavio como Germán tenían algo en común: odiar a toda su familia, tanto la materna como paterna, pues a los dos los trataron con suma indiferencia durante toda su vida. 

–Siempre con tantos proyectos, chico.

–A veces no doy a basto, la verdad. En fin, vayamos al tema que nos interesa.

–¿Qué quieres hacer con el testamento? Yo no quiero tener nada que ver con ese señor.

–Yo antes pensaba lo mismo, pero te soy sincero, creo que a ambos nos interesaría, al menos, asistir; luego, ya veríamos.

–¿Crees que nos podría interesar? Si estaba muerto de hambre como nosotros.

–Eso es lo que nos quería hacer creer; sin embargo, mamá supo todo el tiempo que le iba de puta madre.

–¿Cómo lo supo?

–Nunca lo dijo, pero creo que había una mujer, que se hacía llamar Lourdes, que mantenía bien informada a mamá.

–¿Y sabes qué podría tener?

–Ni idea. Supongo que el día de la lectura nos enteraremos.

–Veo que estás dispuesto a ir sí o sí -aseguró Octavio.

–No veo por qué no deberíamos ir. También nos pertenece lo que fue suyo.

–Hace catorce años que no sabemos nada de él. Ni siquiera se preocupó todo este tiempo en cómo estaríamos. Ya no te digo que lo hiciera con mamá, pero nosotros éramos sus hijos.

–¿Acaso importa ya? El tiempo ha pasado y tanto tú como yo somos adultos autosuficientes que no lo hemos necesitado para nada.

–Habla por ti. Yo si lo necesité.

–Siempre tan nostálgico, hermanito -ironizó Germán mientras apuraba el café.

Octavio sintió cierto resquemor en el comentario de su hermano.

–Bueno, lo dicho, creo que deberíamos presentarnos y, una vez allí, según las voluntades del muerto, hacemos una cosa u otra.

–¿Por qué eres siempre tan frío?

–¿Cómo dices?

–Sí, no sé -titubeó- hablas como si no te importase nada y solo mirases por tu propio beneficio.

–Octavio, claro que me importan las cosas; no obstante, ese señor que se hacía llamar nuestro padre no me interesaba lo más mínimo. Nos dejó, nos abandonó como unas colillas pisoteadas en el suelo. ¿Piensas que me va a importar ese ser? ¡No!

–Pero insistes en ir a la lectura.

–Una cosa no quita la otra. Aunque no me importe él ni la familia que haya montado tras abandonarnos, sí que me interesa lo que me haya podido dejar.

–Eres un hipócrita.

–Mejor ser un hipócrita que un cobarde.

La mañana acabó de manera agridulce para nuestro protagonista. La charla se había alargado más de lo que ambos esperaban, puesto que nunca un sí o un no había durado tanto. Tras la quedada con su hermano, Octavio se quedó con un gusto amargo en la boca. Antes del encuentro estuvo durante varios minutos barajando ambas posibilidades: aceptar e ir a la lectura que se celebraría en dos semanas o rechazarla y olvidar completamente el pasado que le había llevado por la calle de la amargura durante tanto tiempo. 

Cuando su padre murió sintió un alivio tremendo, ya que sabía que una parte de ese amargo pasado, la cual se le había enquistado desde que marchó de su lado, se había ido para siempre. Sin embargo, aquella llamada todo lo cambió y trajo consigo nuevamente aquel sabor desagradable que había tenido a lo largo de catorce años de ignorancia por parte de su padre. Nuevamente, por culpa de aquel testamento, todos los recuerdos y sentimientos se le habían revuelto, dejándole con un mareo emocional que no necesitaba en aquellos momentos. 

Al despedirse de Germán supo que aquella quedada había sido una pérdida de tiempo, pues siempre se terminaba haciendo lo que él quería, y en este caso lo que él quería era ir a la lectura del testamento para conocer las voluntades del que había sido su padre. Finalmente, su opinión no iba a contar para nada, como siempre ocurría. 

Mientras caminaba sin rumbo por las calles de la ciudad pensaba en él, en cómo podía ser tan frío y en cómo podía importarle lo más mínimo cómo se sintieran los demás con sus actos, especialmente en cómo se sintiera su hermano, el único que lo había protegido todo este tiempo. Cierto era que la avaricia podía con cualquier atisbo de empatía por su parte, por lo que no le resultaba extraño aquella manera de actuar, puesto que desde pequeño siempre había antepuesto sus necesidades a las de los demás, por mucho que estos le importaran.

Octavio seguía caminando pensativo y mirando las pintadas que poblaban el encalado de las casas de su calle. A lo lejos, justo frente a su casa observó una figura que le resultaba familiar. Al acercarse más supo que se trataba de Javier. En ese momento rebuscó el móvil en el bolsillo trasero de su pantalón, lo miró y comprobó que tenía un mensaje de él en el que ponía: "Cariño, tenemos que hablar". 

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