Eva Ferrán

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23 de agosto – 23:15h

Vine al mundo para tener una vida normal, anodina. Pero cuando dos almas conectan con la profundidad con la que lo hicimos nosotros, la vida se estremece a tu paso, y ya nada de lo común tiene el mismo color.

Alberto Ferrán era un hombre hermoso, y con la dosis correcta de estupidez para considerarse atrevido. Un buen ladrón, cuando creció a mi lado y una persona horrible con la que ir al cine: siempre se quedaba dormido. Habría sido un padre excelente. Era un marido ejemplar. Mi bebé... yacía en mis brazos, con un cuerpo que ya no tenía sentido, porque no contenía nada. 

Cuando nos vimos, en la gasolinera, le adiviné las ganas de ser libre. Habría quien dijera que ser ladrón te ofrece cierto grado de libertad que el resto de las profesiones no puede comprar. Obviamente, esta afirmación encierra parte de verdad, pero oculta detalles primordiales. La libertad, como ser delincuente, alberga incertezas. El riesgo es una enfermedad sutil, que te resquebraja lentamente, alimentándote con adrenalina.

A mí, era algo que me encantaba experimentar. Mis padres, tan correctos y alineados, moralmente irreprochables, adalides de la verdad, eran la llama que toda adolescente necesitaba para hacer el mundo arder.

- El cerebro es nuestro mayor enemigo. – me soltaba esta clase de peroratas, que él aseguraba que eran entrenamiento mental, mientras hacía la comida. – Hay que entrenarlo para que no nos engañe. – echaba un poco más de sal, bajaba la potencia del fuego, y entonces sí, se volvía para hablarme cara a cara. Yo dejaba la fregona a medio camino, dirigiéndole mi completa atención. – Cuando estamos en una situación tensa o de dolor, nuestro cerebro quiere huir, no se quiere enfrentar a eso. Es como si te quemaran el brazo, tu reacción ante el dolor es el rechazo, ¿verdad? Pues con el cerebro es lo mismo.

Contornaba la mesa entre ambos y me tomaba las manos, serio, mientras yo no quería esconder una sonrisa pícara.

- Lo digo en serio, es importante saber estas cosas, porque ante un momento de vida o muerte, pueden ser determinantes. – asentí, embobada.

- ¿Y cómo vas a entrenarme el cerebro?

- Voy a hacerte daño. – confesó. – No mucho, te lo prometo. Pero lo suficiente para que tengas que resistir. Intenta no pensar en nada, más allá del dolor que te estoy creando.

- Esto empieza a parecerse a una relación tóxica, bebé. – ambos reímos con un susurro.

- 'Empieza'... - repitió con sorna. – Si entrenamos nuestra respuesta al dolor, seremos capaces, cuando llegue el momento, de sobreponernos a él, y orientar a nuestro cerebro para que dé la mejor respuesta posible, sin rodeos, sin que nos distraiga.

- Evitando que sea él quien nos controle a nosotros. – abrió mucho los ojos y me besó fugazmente como respuesta.

- Por eso te quiero, además de guapa eres lista.

Volvió a la comida y me ofreció una cuchara de su guiso, humeante, recién hecha. Lo miré, frunciendo el ceño.

- ¿Pero eso no está demasiado caliente? – Alberto se limitó a abrir más los ojos, con gesto divertido. – Oh... entrenamiento.

- Entrenamiento. – confirmó.

Nunca le hicimos daño físico a nadie. O casi. Nunca matamos. Los robos que cometíamos eran sutiles, les quitamos pocas cantidades en repetidas ocasiones a quienes tenían demasiado. Había ética en nuestro trabajo. Los ladrones también merecen ser felices, ¿no?

- Salid del coche, ahora. – era el puto militar, otra vez amenazando con el arma.

- Oiga, coronel, creía que ya habíamos pasado por esta situación... - mi Alberto, con su constante voluntad de usar el humor como palanca para destrancar cada situación. – Al final usted acaba arrepentido ¿no se acuerdo? Coño, si ha pasado hace cinco minu...

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