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«Nada parece unir las vidas de Zhang Hao, un violinista en ascenso, y Kim Jiwoong, un prestigioso cirujano. Sin embargo, su amistad del pasado aún los conecta y su reencuentro después de 8 años revive los secretos que ocultaron desde la infa...
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Si Hao estuviera en un juicio contando esta historia, probablemente nadie le creería y sería declarado culpable de todas las acusaciones. Pero en verdad está pasando, es real, tiene pruebas y un millón de razones por las cuales no mentir. Sentado en esa silla de ruedas, sujeta con fuerzas la mano de Hanbin, como si fuera un salvavidas y se aferrara a él con toda su esperanza. No puede evitar pensar en Jiwoong, quiere creer que para él también fue una completa sorpresa encontrarse, después de tantos años, con una imagen de Hao que es totalmente diferente a la que solía ser. Y no hablaba de una imagen física, si no de todo lo que la situación implicaba: los silencios, las preguntas, la incomodidad de estar junto a una persona que lo sabe todo sobre ti, pero al mismo tiempo no sabe absolutamente nada. El shock del encuentro, lo dejó sin habla y entre las pocas palabras que pudo pronunciar, es consciente de que no fue la persona más amable del mundo. Pero Hao está enojado. No con Jiwoong, porque sabe que no puede enojarse con él por no sentir lo mismo. Hao está enojado con la situación, con el destino, con la coincidencia que los lleva a encontrarse en ese lugar, en ese momento y de esa forma tan (literalmente) accidentada. Esto no es lo que él alguna vez soñó. Esto no es lo que él pidió cuando, en esas noches de llanto inconsolable, rogó por un reencuentro, una forma de llegar a Jiwoong, pero de la manera en que él necesitaba. Y es un tanto egoísta, pero no puede evitar sentir un pequeño alivio al recordar lo que él le dijo a esa señora y a su hijo, mientras estaban en los pasillos de la clínica: "Tal vez cuando vuelva a casarme". ¿Tal vez cuando vuelva a casarse? ¿Acaso ya no lo estaba? Los dedos de Hanbin parecen moverse. Hao lo observa y puede sentir el frío de su piel en la palma de sus manos. Entonces es inevitable pensar en la calidez de las manos de Jiwoong al vendar su muñeca, al sujetar su cuerpo cuando estuvo a punto de caer. Todo en él se mantenía intacto. Desde su sonrisa y ese pequeño lunar debajo de su ojo, hasta la calma en su voz. Desde su prolijo cabello corto y negro, hasta la fuerza de sus brazos al abrazarlo. Los latidos de su corazón se aceleran. Hao sabe lo que todos dicen: "es casi imposible amar a una misma persona que no es correspondida durante tanto tiempo", pero ahí estaba él, recordando a la perfección cada gesto, cada movimiento de Jiwoong que lo hacían diferente al resto. Hao suspira. Se siente un idiota, como siempre lo ha hecho. Recuesta su cabeza en la cama, mientras sigue observando su mano sosteniendo la mano de Hanbin. ¿Qué significado tenía todo esto que había pasado en menos de un día? Su vida había saltado de un 0 a un 1000 con el correr de las horas. Eran demasiadas emociones para tan poco tiempo y no estaba acostumbrado a eso. Cierra los ojos y así es como comienza a recordar...
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El día que llegó a Busan, tenía 6 años y una enorme expectativa acerca de lo que sería su vida en esa nueva casa, quizás podría tener amigos en la escuela a pesar de ser tímido, visitaría la hermosa playa de la que su mamá tanto le había hablado y empezaría las clases de violín, ese instrumento que había heredado de su abuelo. Sin embargo al llegar, abrió sus ojos después de una siesta en el auto y vió por la ventanilla como llovía. Sintió un pequeño pinchazo en el estómago. Como un ligero presentimiento de lo que estaba por venir. Hao ayudó a sus padres a desempacar todas sus cosas y salió con su madre a recorrer el lugar. El clima hacía que la ciudad se viera vieja y desolada. Las calles estaban casi vacías, el cielo inmenso sobre él era de un color grisáceo, mientras que la famosa playa de la que tanto había escuchado, sólo pudo verla en fotografías. Volvió a su nueva casa un tanto decepcionado, pero esperó con ansias al día siguiente, tal vez el sol saldría y las cosas se verían diferentes. Pero la lluvia aún estaba allí y con ella, ese sentimiento de tristeza que parecía acompañarlo siempre. Su padre había conseguido un trabajo cerca de casa, pero a pesar de eso, no dejaba de ser una persona bastante ausente en la vida de Hao. Casi todos sus recuerdos de la infancia se sostenían a base de la imagen de su madre, haciendo los quehaceres y acompañándolo en cada paso que daba. Y así es como llegó a ese primer día de escuela, sosteniendo la mano de su madre, mientras caminaba con miedo a pisar alguno de los charcos en la vereda. Ese día Hao no hizo amigos y al día siguiente, tampoco. Fue al tercer día, mientras esperaba en la puerta de su casa a su mamá, cuando vio a un chico que parecía de su edad, salir de la casa de enfrente. Subido a su pequeña bicicleta, cargaba una mochila grande y llevaba un peinado demasiado prolijo para ser tan sólo un niño. Hao lo observó marcharse, sin ninguna compañía. Pensó que ese chico era genial, por poder recorrer la ciudad en bicicleta, como si fuera todo un adulto. Las cuadras que separaban su casa de la escuela eran 10, Hao las había contado y también había observado cada detalle en ellas. Desde pequeño tuvo esa pequeña obsesión con los detalles de todo aquello que lo rodeaba. Así es como había memorizado ese enorme Jardín de rosas que había en una de las casas del barrio, los colores de los carteles que cubrían el pequeño almacén cerca de su casa y hasta la cantidad de faroles que había en el recorrido a la escuela. Por eso se sintió un tanto confundido al darse cuenta que, jamás había notado la presencia de su peculiar vecino en la misma clase que él. Lo vió ese día al entrar al salón, sentado en la segunda fila de asientos, con todas sus cosas minuciosamente acomodadas sobre el banco. Realmente lucía diferente a todos los demás chicos que gritaban y lanzaban papeles a la pizarra. Cuando la campana del receso sonó, lo vió salir del salón. Hasta el día de hoy, Hao se pregunta porque en ese momento decidió seguir sus pasos, mientras se escondía tras las columnas del pasillo. También se sigue preguntando cómo fue que sus pies se enredaron entre sí, haciéndolo caer al suelo. Algunos de sus compañeros se rieron al verlo y él sólo pudo derramar alguna que otra lágrima cuando vió el raspón en su rodilla.