Un viaje para toda la vida II

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Volví a mi rutina, al trabajo, a atender mi casa. Pero no podía sacarme a Luz de la cabeza. A veces, me sentaba por horas a observar las fotografías de nuestro viaje. La encontraba en mis sueños. Y cada vez que revisaba mis mensajes, mi corazón se encogía al no encontrar palabras suyas.

El otoño llegó finalmente. En el norte, la ropa abrigadora empezó a salir de los armarios, pero yo no lograba caldear mi corazón. Una de aquellas tardes vi pasar por la acera de enfrente a una chica que paseaba un par de perros. Me quedé observándola hasta que se perdió de vista. No alcancé a ver su cara pues iba de espaldas a mí, pero su forma de caminar me recordaba a Luz.  Claro que era imposible que lo fuera, Luz vivía a más de 8 000 km hacia el sur.

El martes siguiente, al volver del trabajo, encontré al pie de mi puerta, en el porche,  un florero con dos botones de rosa blanca, mis flores preferidas. Traía una pequeña tarjeta que decía “Pienso en ti”.  Ninguna señal de quién las enviaba. Imposible que fueran de mi ex, habíamos terminado hace más de dos años en no muy buenos términos. Si había alguna otra persona interesada en mí, no tenía la menor idea de quién sería. 

“Ojalá fueras tú, Luz. Ojalá tú pensaras en mí”.

Una semana después, una rosa más, esta vez en la ranura para meter el correo en el buzón. Sin tarjetas, sin indicios de nada.  Aquello era muy extraño. Pregunté a la vecina de al lado si  había notado gente en los alrededores o algún mensajero que se acercara por mi casa, pero dijo no haberse dado cuenta de nada. 

Por las noches, recostada en mi cama, me preguntaba quién estaría enviando las flores. Ninguna opción viable pasaba por mi mente, siempre mis pensamientos se encaminaban a mis fantasías. 

El viernes de la siguiente semana, por la tarde, estaba en el estudio cuando sonó el timbre. El repartidor de una florería cargaba un hermoso arreglo de rosas blancas.

-Hola, buenas tardes. Esto es para Nairé  Olivera.

-Soy yo. ¿Quién lo envía?

-Lo siento, no tengo esa información. Pero trae una tarjeta. ¿Dónde lo dejo?

Antes de que se fuera le pregunté si él había dejado algún otro encargo en mi casa en las semanas anteriores, pero dijo que no. Él era el responsable de los repartos a domicilio y se acordaría de entregas frecuentes en una misma casa.

El chico había puesto las flores en la mesita del recibidor. Me senté en el mueble y abrí la pequeña tarjeta:  

“Un día como hoy nació alguien muy especial que el destino volvió  la persona más importante de mi vida. Que tus esperanzas e ilusiones se conviertan en realidad y que toda la felicidad del mundo sea tuya hoy. Feliz cumpleaños, Nairé.  Espero que me tengas presente como yo te he tenido en mi corazón cada segundo, cada instante”.

No había firma para tan hermoso mensaje.  Evidentemente, quien me enviaba aquel obsequio me conocía un poco: sabía mi dirección, mi fecha de cumpleaños, la hora en que estaba en casa, cuáles eran mis flores preferidas e incluso quién es mi pintor favorito, evidenciado por la imagen de la tarjeta.  

“¿Quién eres? ¡Cómo me gustaría que fueras tú, Luz!”.

Casi una hora más tarde el timbre sonó otra vez. El sonido de la puerta al abrirse hizo que ella se volviera y me mirara expectante.  Mi rostro se iluminó y nada en el mundo hubiera podido evitar aquella sonrisa.

-Hola –dijo con timidez.

-¡Luz!

Me acerqué y la abracé, recuperando un poco de lo que me habían privado estos meses. Me perdí en la calidez de sus brazos rodeándome, en el aroma de su perfume, en su cabeza recargada en mi hombro. Me costó soltarla. Y aún más no besarla.

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