21 de Mayo, 1982.

Cerré los ojos y me dejé envolver por el apasionante abrazo de mi hermano. Ambos respiramos profundamente y nos dimos palmadas en la espalda para intentar contener los nervios. Maximiliano culminó el abrazo, tomándonos de los brazos, nos miramos a los ojos.
_ Nos fue excelente en las prácticas, hoy nos va a ir excelente. Hagámoslo por Valen _ dijo con los ojos llorosos. Pues ambos habíamos leído la carta que nos había mandado nuestra madre, avisandonos que nuestro primo menor, había fallecido en el campo de batalla.
_ Si, hermanito. Voy atrás tuyo _ contesté.
_ No te quedes atrás, viste que sos medio lento vos..._ respondió presionando y moviendome con sus brazos.
Me limité a sonreír; la tensión y angustia superaba mi capacidad para seguir el maravilloso sentido del humor de mi hermano. Todos los pilotos de la Escuadrilla 5 nos fundimos en largos abrazos. La incertidumbre era abismal; toda nuestra vida nos habíamos preparado para este momento y cargamos el peso con valentía, pero ninguno podía negar que vivirlo en carne y hueso era una pesadilla sumamente difícil de afrontar. Caminamos por el amplio pasillo hacia el hangar con el Capitán Suárez al frente.
El silencio nunca había aturdido tanto; los pasos de nuestras botas eran protagonistas del momento. Al llegar al enorme hangar, observamos cómo los mecánicos hacían modificaciones en los motores de algunos aviones que permanecían posicionados y listos para partir. Entre ellos había tres Dassault Mirage III, un enorme Lockheed Hércules C-130 y dos FMA IA-63 Pampa. Cerca de la entrada del hangar permanecían tres FMA IA-58 Pucará que pertenecían al Capitán Suárez y a los hermanos Balbuena. Junto a ellos, nuestros magníficos Douglas A4-Skyhawks.
_ Me encanta esta parte _ dijo por lo bajo Maximiliano con una sonrisa en su rostro mientras apreciaba la prolija posición de los aviones.
Lo miré y suspiré profundamente. Los nervios me estaban matando, y mi hermano menor transmitía una paz envidiable. A pesar de ser el mayor y de haber tenido más años de experiencia en la Fuerza Aérea, sabía con seguridad que de ambos, Maximiliano era, por gran diferencia, mucho mejor piloto que yo. La ventaja que resaltaba en mi hermano menor era la valentía, la capacidad para arriesgarse y llevar la aeronave al último de los límites. La elegancia y prolijidad del vuelo de Maximiliano eran admirables; sus maniobras evasivas rozaban la perfección, el pulso y la fuerza justa para llevar al avión a elevadas alturas como a las más bajas y sumamente peligrosas, no fallaban. Tenía claro que, de todos, mi hermano era el mejor, quizás por ese mismo motivo emanaba semejante seguridad. La Escuadrilla 5 y yo abordamos nuestros respectivos aviones de guerra. El Capitán Suárez indicaba las órdenes de preparación por radio mientras los pilotos revisamos nuestras cabinas con determinación. Maximiliano acomodaba con cuidado una pequeña fotografía de Melisa al costado de su cabina, mientras que Franco Balbuena colgaba un rosario de madera en la palanca de control. Junto a ellos, Juan Marcos apoyaba sobre el respaldo de su asiento una camiseta de Estudiantes de La Plata y yo, lleno de emoción y nerviosismo, presionaba una pequeña pelota de tenis "Roland Garros" sobre el costado izquierdo del visor del avión para que no se moviera. Los aviones de la Escuadrilla 5 se acercaron en fila hacia la pista. Al cabo de unos pocos minutos, despegamos uno por uno hacia los cielos, levantando el vuelo con determinación y pasión. El sol comenzaba a salir lentamente por el horizonte, y los cinco aviones nos aproximamos a toda velocidad hacia la Bahía San Carlos, en busca de nuestro destino en la batalla.


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