_ Señor Haro, podemos seguir en otro momento si usted gusta. _ le dijo el joven a Ezequiel, que parecía hundido en una enorme angustia.
_ No te preocupes, siempre me cuesta contar esta parte. Solo dame unos segundos y ya sigo. _ contestó Ezequiel, mientras se acomodaba en el sillón y tomaba un vaso de agua.
_ Por supuesto, tómese su tiempo.
_ Y contame...¿Andrea era tu nombre no? _ dijo Ezequiel mientras dejaba el vaso de agua en la mesa de la sala de estar.
_ Si señor, Andrea Di Aurelio es mi nombre _ contestó sirviendo más agua en el vaso vacío de Ezequiel.
_ Andrea, ¿en que puede ayudarte la historia de mi hermano en tu proyecto de investigación? _ preguntó Ezequiel curioso.
_ Lo que sucedió con su hermano puede ser una pieza clave para poder avanzar señor Haro.
_ Interesante, bueno...no muchos se dignaron a creerme. No es algo que se vea todos los días.
_ No se preocupe, en mi vida he sido testigo de historias maravillosas. Su caso para mi es de enorme interés.
_ Ya veo, bueno en ese caso...si estás listo, podemos seguir _ prosiguió Ezequiel luego de una amplio suspiro.
_ Si señor, adelante _ finalizó la conversación Andrea, mientras se acomodaba en el cómodo sillón de la amplia sala de estar.

30 de Mayo, 1982.

A medida que la desolación se apoderaba de mi ser, una sensación abrumadora de pérdida invadía mi corazón. Mis ojos no podían apartarse de la imagen del avión de Maximiliano envuelto en llamas, precipitándose hacia las aguas del mar. Las lágrimas brotaban sin control, y sentía un nudo en la garganta que me impedía respirar con normalidad. El proceso de duelo fue un camino oscuro y tortuoso. Las noches eran largas y solitarias, y la imagen del avión en llamas invadía mis pesadillas. Me encontraba en una lucha constante entre el dolor y la necesidad de seguir adelante. El sonido del viento y las olas parecía un eco distante en medio del silencio abrumador. ¿Cómo podía continuar después de presenciar la muerte de mi hermano? Él había sido mi compañero, mi amigo, mi confidente en esta guerra implacable. Ahora se había ido, reducido a escombros y cenizas en el vasto océano. Pero sabía que no podía quedarme ahí, en medio del cielo vacío y del dolor aplastante. Mi hermano hubiera querido que siguiera adelante, que continuara luchando por nuestra patria y por el sueño que compartíamos. No podía permitir que su sacrificio fuera en vano. Después de unos días de duelo, en los que el tiempo parecía detenerse, recibí la orden de volver a la acción. Me asignaron misiones de reconocimiento. A bordo de mi A4-Skyhawk, sobrevolaba las Islas Malvinas una vez más, pero esta vez mi mente estaba nublada por la tristeza y la rabia. Cada rincón de este lugar me recordaba a Maximiliano, a nuestros momentos juntos, a nuestras conversaciones en la base. A pesar de la intensidad de mis emociones, debía mantener la concentración en la misión. Los mapas y las coordenadas se extendían frente a mí, y mi mente se esforzaba por enfocarse en los detalles del terreno. Pero era inevitable que mi mirada se perdiera de vez en cuando en el horizonte, buscando la presencia que ya no estaba. Hasta que la vi. Hundido en mi incertidumbre, fui testigo de lo que hasta el día de hoy mantengo como el momento más asombroso de mi vida. Alta en los cielos, un águila volaba justo enfrente de mis ojos. Su color era blanco como la nieve, pero sus alas... eran azules, y en su vuelo, ambas desprendían un maravilloso destello dorado. En cuanto la vi, tuve que frotar mis ojos para deducir si estaba alucinando. Pero allí estaba, tan real como el viento. Era un águila y volaba a la misma velocidad que mi A4-Skyhawk. No soy un experto en aves, pero no hay que ser un genio para saber que era prácticamente imposible que aquella majestuosa ave volara a los 900 kilómetros por hora que dominaba mi avión. En un tsunami de preguntas, el ave rapaz descendió su vuelo, desapareciendo de mi vista. No pude evitar seguirla. El destello dorado desaparecía en el visor de mi Skyhawk mientras descendíamos a toda velocidad hacia las aguas de las Islas Malvinas. Al llegar, el majestuoso pájaro niveló su vuelo ondeando sus brillantes alas azules. Seguí sus pasos. Bañando mi aeronave de su hermoso brillo dorado, ambos volábamos a tremenda velocidad sobre el nivel del agua. Mi mente aún no procesaba lo que estaba sucediendo pero recuerdo que simplemente me dejé llevar, pues aquel vuelo majestuoso trajo a mi una paz alucinante. El dolor y la angustia en mi pecho disminuyeron tremendamente. Al cabo de unos segundos, el águila descendió aún más. Mi mente comenzó lentamente a volver a la realidad, pues ya dudaba en seguirla. Era una distancia peligrosa para mi Skyhawk, así que viré muy lentamente hacia la derecha y la observé desde unos pocos metros elevados. Desde aquellas alturas, la seguía a corta distancia, siendo el mejor espectador de su danza. Pero todo cambió cuando aquel majestuoso ave viró rápidamente a la izquierda, y en un elegante movimiento, sumergió su ala izquierda en el agua. Volví a sentir los enormes latidos de mi corazón y las cálidas lágrimas volvían a caer como cataratas en mis ojos. Ese movimiento, esa elegancia y seguridad eran dignas del piloto más maravilloso con el que había tenido el más profundo de los orgullos de volar.


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