Capítulo II (parte 2)

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El aula de la primera sección está en el segundo piso del edificio nuevo, aunque descolorido y manchado por la humedad, que se yergue junto al salón de actos, un gran cobertizo de banquetes rústicos donde se pasan películas a los cadetes una vez por semana. La garúa ha convertido la pista de desfile en un espejo sin fondo. Los botines se posan en la superficie resplandeciente, caen y rebotan al compás del silbato. La marcha se transforma en trote cuando la formación llega a la escalera; los botines resbalan, los suboficiales maldicen. Desde las aulas se ve, a un lado, el patio de cemento, donde cualquier otro día seguirían desfilando hacia sus pabellones los cadetes de cuarto y los perros de tercero, bajo los escupitajos y proyectiles de los de quinto. 

El negro Vallano arrojó una vez un pedazo de madera. Se oyó un grito y luego, un perro cruzó el patio como una exhalación, tapándose la oreja con las manos: entre sus dedos corría un hilo de sangre que el sacón absorbía en una mancha oscura. La sección estuvo consignada dos semanas, pero el culpable no fue descubierto. El primer día de salida, Vallano trajo dos paquetes de cigarrillos para los treinta cadetes. "Es mucho, caramba, protestaba el negro. Basta con un paquete por cráneo". El Jaguar y los suyos le advirtieron: "dos o se reunirá el Círculo".

- Sólo veinte puntos - dice Vallano -. Ni uno más. Yo no me juego la cabeza por unas cuantas cartas.

- No - responde Alberto -. Al menos treinta. Y yo te indico las preguntas con el dedo. Además, no hay médicos. Me muestras tu examen.

- Te dicto.

Las carpetas son de a dos. Delante de Alberto y Vallano, que están en la última fila, se sientan Boa y Cava, ambos de grandes espaldas, buenos biombos para escapar a la vigilancia.

-¿Como la vez pasada? Me dictaste mal a propósito.

Vallano ríe.

- Cuatro cartas – dados - De dos páginas.

El suboficial Pezoa aparece en la puerta con un alto de exámenes. Los mira con sus ojos pequeñitos ymalévolos; de cuando en cuando, moja la punta de sus bigotes ralos con la lengua. 

- Al que saque el libro o mire al compañero se le anula la prueba -dice- Y, además, seis puntos.Brigadier, reparta los exámenes. 

- Rata. 

El suboficial da un respingo, enrojece; sus ojos parecen dos cicatrices. Su mano de niño estruja lacamisa. 

- Anulado el pacto - dice Alberto -. No sabía que venía la rata. Prefiero copiar del libro. 

Arróspide distribuye las pruebas. El suboficial mira su reloj. 

- Las ocho -dice- Tienen cuarenta minutos. 

- Rata. 

-¡Aquí no hay un solo hombre! - ruge Pezoa- Quiero verle la cara a ese valiente que anda diciendo rata. 

Las carpetas comienzan a animarse; se elevan unos centímetros del suelo y caen, al principio endesorden, luego armoniosamente, mientras las voces corean: "rata, rata". 

-¡Silencio, cobardes! - grita el suboficial. 

En la puerta del aula aparecen el teniente Gamboa y el profesor de Química, un hombre escuálido ycohibido. Junto a Gamboa, que es alto y atlético, parece insignificante con sus ropas de civil, demasiado anchas para su cuerpo. 

-¿Qué ocurre, Pezoa? 

El suboficial saluda. 

- Se las dan de graciosos, mi teniente.Todo está inmóvil. Reina absoluto silencio. 

-¿Ah, sí? - dice Gamboa- Vaya a la segunda, Pezoa. Yo cuidaré a estos jóvenes. 

Pezoa vuelve a saludar y se marcha. El profesor de Química lo sigue; parece asustado entre tantouniforme. 

La ciudad y los perrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora