Capítulo IV (parte 2)

16 0 1
                                    

Una lentísima garúa mecía las hojas de los árboles de la calle Alcanfores. Alberto entró al almacén de la esquina, compró un paquete de cigarrillos, caminó hacia la avenida Larco: pasaban muchos automóviles, algunos último modelo, capotas de colores vivos que contrastaban con el aire ceniza. Había gran número de transeúntes. Estuvo contemplando a una muchacha de pantalones negros, alta y elástica, hasta que se perdió de vista. El Expreso demoraba. Alberto divisó a dos muchachos sonrientes. Tardó unos segundos en reconocerlos. Se ruborizó, murmuró "hola", los muchachos se lanzaron sobre él con los brazos abiertos.

-¿Dónde te has metido todo este tiempo? - dijo uno; llevaba un traje sport, la onda que remataba sus cabellos sugería la cresta de un gallo- ¡parece mentira! 

-Creíamos que ya no vivías en Miraflores - dijo el otro; era bajito y grueso; usaba mocasines y medias de colores. Hace siglos que no vas al barrio. 

-Ahora vivo en Alcanfores - dijo Alberto- Estoy interno en el Leoncio Prado. Sólo salgo los sábados. 

-¿En el Colegio Militar? - dijo el de la onda- ¿Qué hiciste para que te metieran ahí? Debe ser horrible. 

-No tanto. Uno se acostumbra. Y no se pasa tan mal. 

Llegó el Expreso. Estaba lleno. Quedaron de pie, cogidos del pasamano. Alberto pensó en la gente que encontraba los sábados en los autobuses de la Perla o los tranvías Lima-Callao: corbatas chillonas, olor a transpiración y a suciedad; en el Expreso se veían ropas limpias, rostros discretos, sonrisas. 

-¿Y tu carro? -preguntó Alberto. 

-¿Mi carro? - dijo el de los mocasines- De mi padre. Ya no me lo presta. Lo choqué. 

-¿Cómo? ¿No sabías? - dijo el otro, muy excitado ¿No supiste la carrera del Malecón? 

-No, no sé nada.

-¿Dónde vives, hombre? Tico es una Fiera - el otro comenzó a sonreír, complacido- Apostó con el loco julio, el de la calle Francia, ¿te acuerdas?, una carrera hasta la Quebrada, por los malecones. Y había llovido, qué tal par de brutos. Yo iba de copiloto de éste. Al loco lo cogieron los patrulleros, pero nosotros escapamos. Veníamos de una fiesta, ya te imaginas. 

-¿Y el choque? -preguntó Alberto. 

-Fue después. A Tico se le ocurrió dar curvas en marcha atrás por Atocongo. Se tiró contra un poste. ¿Ves esta cicatriz? Y él no se hizo nada, no es justo. ¡Tiene una leche! 

Tico sonreía a sus anchas, feliz. 

-Eres una fiera -dijo Alberto- ¿Cómo están en el barrio? 

-Bien -dijo Tico- Ahora no nos reunimos durante la semana, las chicas están en exámenes, sólo salen los sábados y domingos. Las cosas han cambiado, ya las dejan salir con nosotros, al cine, a las fiestas. Las viejas se civilizan, les permiten tener enamorado. Pluto está con Helena, ¿sabías? 

-¿Tú estás con Helena? -preguntó Alberto. 

-Mañana cumpliremos un mes -dijo el de la onda, ruborizado. 

-¿Y la dejan salir contigo? 

-Claro, hombre. A veces su madre me invita a almorzar. Oye, de veras, a ti te gustaba. 

-¿A mí? -dijo Alberto- Nunca. 

-¡Claro! -dijo Pluto- Claro que sí. Estabas loco por ella. ¿No te acuerdas esa vez que te estuvimos enseñando a bailar en la casa de Emilio? Te dijimos cómo tenías que declararte. 

-¡Qué tiempos! -dijo Tico. 

-Cuentos -dijo Alberto- Completamente falso. 

-Oye -dijo Pluto, atraído por algo que se hallaba al fondo del Expreso -. ¿Ven lo que estoy viendo, lagartijas? 

La ciudad y los perrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora