Capítulo I (parte 2)

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Ha llegado al pasadizo que desemboca en el patio de quinto. En la noche húmeda, conmovida por elmurmullo del lilar, Alberto adivina detrás del cemento, las atestadas tinieblas de las cuadras, los cuerposencogidos en las literas. "Debe estar en la cuadra, debe estar en un baño, debe estar en la hierba, debe estar muerto, dónde te has metido, Jaguarcito." 

El patio desierto, vagamente iluminado por los farolesde la pista, parece una placita de aldea. No hay ningún imaginaria a la vista. "Debe haber una timba, si tuviera un cobre, un solo puto cobre, podría ganar los veinte soles, quizá más. Debe estar jugando yespero que me fíe, te ofrezco cartas y novelitas, de veras que en los tres años nunca me ha encargado nada, fuera caray, ya veo que me jalan en Química."

Recorre toda la galería sin encontrar a nadie. Entra a las cuadras de la primera y la segunda sección, los baños están vacíos, uno de ellos apesta.Inspecciona los baños de otras cuadras, atravesando ruidosamente los dormitorios, a propósito, pero enninguno se altera la respiración sosegada o febril de los cadetes. En la quinta sección, poco antes de llegar a la puerta del baño, se detiene. Alguien desvaría: distingue apenas, entre un río de palabrasconfusas, un nombre de mujer. 

"Lidia. ¿Lidia? Parece que se llamaba Lidia la muchacha ésa delarequipeño ése que me enseñaba las cartas y las fotos que recibía, y me contaba sus penas, escríbelebonito que la quiero mucho, yo no soy un cura, qué carajo, usted es un tarado. ¿Lidia?" 

En la séptimasección, junto a los urinarios, hay un círculo de bultos: encogidos bajo los sacones verdes, todos parecen jorobados. Ocho fusiles están tirados en el suelo y otro apoyado en la pared. La puerta del baño estáabierta y Alberto los distingue a lo lejos, desde el umbral de la cuadra. Avanza, lo intercepta unasombra.

-¿Qué hay? ¿Quién es? 

- El coronel. ¿Tienen permiso para timbear? El servicio no se abandona nunca, salvo muerto. 

Alberto entra al baño. Lo miran una docena de rostros fatigados; el humo cubre el recinto como un toldo sobre las cabezas de los imaginarias. Ningún conocido: caras idénticas, oscuras, toscas. 

-¿Han visto al Jaguar? 

- No ha venido. 

-¿Qué juegan? 

- Póquer. ¿Entras? Primero tienes que hacer de campana - un cuarto de hora. 

- No juego con serranos - dice Alberto, a la vez que se lleva las manos al sexo y apunta hacia losjugadores- Sólo me los tiro. 

- Lárgate, poeta - dice uno- Y no friegues. 

- Pasaré un parte al capitán - dice Alberto, dando media vuelta -. Los serranos se juegan los piojos alpóquer durante el servicio.

Escucha que lo insultan. Está de nuevo en el patio. Vacila unos instantes, luego se encamina hacia eldescampado. "Y si estuviera durmiendo en la hierbita, y si se estuviera robando el examen, durante miturno, mal parido, y si hubiera tirado contra, y si." 

Cruza el descampado hasta llegar al muro Posteriordel colegio. Las contras se tiraban por allí, pues al otro lado el terreno es plano y no hay peligro dequebrarse una pierna al saltar. En una época, todas las noches se veían sombras que franqueaban elmuro por ese punto y volvían al amanecer. Pero el nuevo director hizo expulsar a cuatro cadetes decuarto, sorprendidos al salir y desde entonces una pareja de soldados ronda por el exterior toda lanoche. Las contras han disminuido y ya no se practican por allí. Alberto gira sobre sí mismo; al fondo está el patio de quinto, vacío y borroso. En el descampado intermedio distingue una llamita azul. Vahacia ella. 

- ¿Jaguar? 

No hay respuesta. Alberto saca su linterna, los imaginarias, además del fusil, llevan una linterna y un brazalete morado, y la enciende. Atravesado en la columna de luz, surge un rostro lánguido, una pielsuave y lampiña, unos ojos entrecerrados que miran con timidez. 

La ciudad y los perrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora