El jueves por la tarde, Andrea me escribió para decirme que iría a misa. No sabía por qué lo mencionaba, pero después de un rato me preguntó si quería acompañarla. Dudé. Pero al final dije que sí.
Esta vez no me concentré en los vitrales ni en la gente. Solo escuché. Las palabras del sacerdote hablaban sobre el miedo y la culpa. Sobre lo difícil que era soltar lo que nos atormenta. Sobre cómo, a veces, seguir adelante se sentía como traicionar lo que habíamos perdido.
No estaba seguro de qué sentí en ese momento, pero supe que algo dentro de mí se movió.
Al salir, Andrea no dijo nada. Caminamos un rato en silencio hasta llegar a la avenida. Estaba anocheciendo.
—Gracias por venir —dijo finalmente.
Asentí. Me hubiera gustado decir algo más, pero no encontré las palabras.
Los días siguientes pasaron con una extraña normalidad. Regresé al trabajo. Me costó volver a acostumbrarme al ruido del café, a la rutina de limpiar mesas y atender a los clientes, pero había algo en eso que me hizo sentir que las cosas podían ser simples otra vez. Me encontré con Javier después de clases, y por primera vez en semanas no fue raro volver a estar con él.
Mi mamá también pareció notar el cambio. No es que habláramos más, pero la tensión en la casa comenzó a disiparse. Seguía haciéndome preguntas que no quería responder, pero en vez de evadirlas con enojo, simplemente le decía que estaba bien. No sé si me creyó, pero dejó de insistir.
Con Andrea, las cosas siguieron siendo ligeras. A veces pasábamos algunas tardes juntos. Había algo en su manera de ver el mundo que me hacía sentir menos atrapado. Y aunque aún había noches en las que me hundía en pensamientos que no podía controlar, ya no sentía que estaba perdiéndome del todo.
Ayer por la tarde, salí con Andrea y sus amigas.
Cuando llegué al punto de encuentro, ella ya estaba ahí, sentada sobre una banca con un libro en las manos. Sonrió al verme y me hizo un espacio a su lado.
—Las chicas tardarán un poco más —dijo, cerrando el libro—. Me alegra que vinieras.
Asentí y observé cómo jugaba con la esquina de la portada, como si no supiera qué más decir.
—¿De qué trata? —pregunté, señalando el libro.
Andrea sonrió, como si hubiera estado esperando esa pregunta. Comenzó a explicarme la historia, hablando con ese entusiasmo suyo que hacía que cualquier cosa sonara interesante. Me gustaba escucharla.
Sus amigas eran diferentes a las personas con las que solía estar, pero había una tranquilidad en su compañía que no esperaba. Me sorprendí a mí mismo sintiéndome cómodo.
Más tarde, cuando el sol comenzó a ocultarse, nos quedamos sentados en una colina, observando la ciudad a la distancia. Andrea abrazó sus piernas y apoyó el mentón en sus rodillas.
—¿Sabes? A veces creo que todo sería más fácil si pudiéramos ver qué va a pasar —dijo de repente.
—¿En qué sentido?
—No sé. Si supiéramos que al final todo va a estar bien, tal vez dejaríamos de preocuparnos tanto.
La miré de reojo.
—Tal vez —respondí.
Cuando volví a casa esa noche después del trabajo, mi mamá estaba en la cocina, preparando té. Me vio entrar y por un momento pareció dudar si decir algo. Pero luego simplemente me ofreció una taza.
—Gracias —dije, sorprendiéndome a mí mismo.
Ella solo asintió y se sentó frente a mí. No hablamos, pero el silencio entre nosotros no se sintió pesado como otras veces.
Tomé un sorbo de té y pensé en lo que había dicho Andrea.
—Me alegra que salieras hoy —dijo finalmente.
No respondí enseguida. Me pregunté si realmente lo pensaba o si era su manera de tantear terreno, de asegurarse de que no estaba hundiéndome de nuevo.
—Sí —murmuré—. Fue un buen día.
Ella asintió, pero no insistió en pedir detalles. Solo bebió un sorbo de su té y se quedó en silencio. Yo hice lo mismo.
Después de un rato, mi celular vibró sobre la mesa. Era un mensaje de Andrea.
"Espero que hayas llegado bien. Me gustó que vinieras hoy."
Sonreí apenas. No respondí de inmediato. Me quedé mirando la pantalla por un momento, como si las palabras pudieran decirme algo más. Luego bloqueé el celular y lo dejé a un lado.
Mi mamá me observó de reojo.
—Andrea —dijo de repente, como si probara el nombre en voz alta—. La mencionaste el otro día.
Asentí.
—Es una amiga.
Esperé alguna otra pregunta, pero no llegó.
El silencio entre nosotros no era perfecto, pero tampoco incómodo. Era extraño, después de tanto tiempo, compartir el mismo espacio sin que se sintiera como un campo minado.
Después de terminar mi té, me levanté para ir a mi cuarto.
—Buenas noches —dije antes de salir de la cocina.
No supe por qué lo dije. Tal vez porque no recordaba la última vez que lo había hecho.
Ella tardó un segundo en responder.
—Buenas noches, Benjamín.
Cuando entré a mi cuarto, me dejé caer sobre la cama y solté un suspiro. El celular vibró en mi bolsillo. Lo saqué sin pensarlo y vi el nombre de Andrés en la pantalla.
—Ey, tiempo sin verte. ¿Sigues vivo? —escribió.
Sonreí levemente.
—Apenas.
No tardó en contestar.
—Buena señal. ¿Qué tal?
Pensé en responder “bien”, pero no estaba seguro de que fuera cierto. Tampoco sabía si importaba.
—Raro, pero bien.
—Raro es mejor que mal. Oye, hay una fiesta esta noche. Vamos.
Fruncí el ceño. La idea de estar rodeado de ruido y desconocidos no me parecía tan atractiva.
—Paso.
—¿Desde cuándo pasas?
Lo pensé un momento.
—Desde hoy.
Tardó unos segundos en responder.
—Eres un caso perdido, Benja.
Solté una risa corta.
—Lo sé.
—Avísame si cambias de opinión.
No respondí. Dejé el celular sobre la mesa de noche y me giré de lado, mirando la pared.
Antes de dormir, respondí el mensaje de Andrea.
"Fue un buen día. Gracias por invitarme."

ESTÁS LEYENDO
Cartas para nadie
Roman d'amourHay cosas que nunca se dicen, se guardan en el corazón, propician nuestros insomnios, traen recuerdos del pasado, nos hacen revivir sentimientos olvidados y nos llevan a tomar malas decisiones.